#Reto 100 Novelas Para Siempre (2)

M.Proust. En busca del tiempo perdido. Por el camino de Swan (I) (A la recherche du temp perdu. Du coté de chez Swan. 1913)

“Pereceremos; pero nos llevaremos en rehenes esas divinas cautivas, que correrán nuestra fortuna. Y la muerte con ellas parecerá menos amarga, menos sin gloria, quizá menos probable”.

Esta es la felicidad: anochece, y un niño en cama espera que suba la madre a su cuarto para darle el beso de buenas noches. El niño que espera es el adulto que después recordará esos momentos. Ambos tiempos son la felicidad. Ni siquiera el beso, sino la espera, el deseo del niño y, después, la recreación infinita del recuerdo en el adulto. No se trata de un beso, sino de las mil formas de felicidad en esperarla o recordarlo. Después de gozar así, ya nada importa que la realidad se parezca o no a lo que la memoria y la imaginación crean.

Tras el primer pico superado del Ulises de Joyce, ahora tocará el recorrido por uno de los grandes monumentos literarios del siglo XX, al que asisten con veneración y recogimiento muchísimos escritores y lectores de nuestro tiempo para bautizarse o confirmar su fe verdadera en el poder creador de la palabra. Decíamos que el Ulises de Joyce abría las puertas de un nuevo estilo, una manera de enfocar la realidad, y así lo hace también la otra gran obra que inaugura la literatura contemporánea, En Busca del Tiempo Perdido, serie formada de siete volúmenes publicados desde 1913 a 1927 del escritor francés Marcel Proust (París. 1871-1922).

La lectura de esta obra requiere de la misma paciencia y tiempo que un paseo con un amigo de toda la vida. A ese placer se le puede comparar porque es con un amigo o amiga en movimiento cuando se pueden, a veces, descubrir con él o ella lo que nos estuvo oculto durante mucho tiempo. Se pueden resolver algunos misterios y hasta despejar el sentido de los detalles pequeños. Esa es la maravillosa tarea que Proust se impuso antes que la muerte le llegara: aprehender el tiempo que nos pasa por dentro.

Para tal labor se requiere la técnica de la introspección con la consiguiente minuciosidad y vehemencia en querer siempre llegar más allá del interior, comprender hasta la médula la fragilidad del hombre y la mujer, y de todo lo que les rodea. A veces, el autor se vuelve hacia el lector utilizando el “nosotros” y nos invita a compararnos con lo que se está observando para continuar después con el relato como si asistiéramos a un teatro costumbrista de apariencia, pero que es mucho más que eso.

La obsesión de Proust es la fugacidad de todo, y la incapacidad congénita de gozar de los momentos en total plenitud, sin poder desterrar esa sensación perenne de que siempre nos falta algo. En su obra Proust halla la felicidad, no en los hechos que suponemos que nos la dan.

A Don Quijote no le importaba que Aldonza Lorenzo fuera una mujer ruda y vulgar sin nada de feminidad en sus atributos porque su memoria y su imaginación la creaban al estilo de Dulcinea del Toboso. Proust cree adivinar que probablemente la única realidad es la de la memoria, ya que en ella podemos recorrer lo que los límites de los espacios y los tiempos no nos permiten.

Comprender algunas cosas que nos pasaron puede otorgarnos la benevolencia y la ligereza de poder caminar sin mochilas pesadas a la espalda. En la primera de las novelas, Por el Camino de Swam, Proust halla al tiempo como algo recobrable; vence al olvido definiendo como nadie los sentimientos captados en momentos concretos. Nos describe con una bondad y una comprensión enormes las razones ocultas de un personaje enfermo de celos, las del amor verdadero y silencioso, las de las mentiras, y hasta ofrece una maravillosa exposición de un acto de sadismo envuelto en una atmósfera de necesidad de amor.

Dentro de la memoria con la que Proust vence al olvido y a la muerte, está el reino de las sensaciones del gusto y del olfato que guardan el pasado como describe en uno de esos momentos de la literatura para siempre: cuando al tomar una magdalena mojada en té, se le devuelve la infancia:

“Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo”.

Para construir este enorme edificio de quince volúmenes, Proust luchó contra el asma que le trajo la muerte. Él no conoció el éxito hasta el final de su vida y fue gracias a un amigo Leon Daudet que le descubrió como escritor. Ganó el prestigioso premio Goncourt de novela, tres años antes de morir. Su personalidad era tremendamente sensible. Dicen que no podía salir de un café sin regalar propinas a todos los camareros, incluso aunque no le hubiesen servido porque no estaba en él soportar el figurarse que alguien podía sentirse marginado.

Debido a su enfermedad salía poco de los cuartos de su casa o de hotel donde escribía sin descanso. Admiraba la naturaleza en la distancia y tenía que ser apartado hasta de un ramillete de flores que le mandaran de regalo pues le incrementaba los ataques. Quizá por eso los paisajes campestres de su obra son tan idealizados, parecidos a los de los cuadros. Sus críticos le denuestan la visión unilateral de un mundo burgués que conocía muy bien, pero la realidad es que, no importa en qué mundo o universo se ubique el narrador, siempre que nos abra la puerta a ese otro mundo interior y compartido por todos. Kafka encontró la llave de esa puerta. Ello lo convierte en el escritor más influyente junto a Joyce, Kafka y Borges del Siglo XX.

Proust murió pensando que el amor de la gente le era vedado por su reclusión, igual que el amor de Dios “porque nadie le enseñó a conocerlo”. Sin embargo, su obra es una obra de amor a la humanidad a través de su pequeño mundo burgués.

El tiempo es relativo y al leer el primer volumen al menos, uno se descubre, hasta con pudor, por dentro y se quiere un poco más, y quiere recuperar lo que estaba perdido. Pero el Proust inconformista enfrenta, al final del primer volumen, un choque con la realidad al querer suplantarla por el recuerdo. De ese primer choque queda vencido. Y uno quiere seguir con él, presenciar cómo se levanta de la lona, saber si es posible vencer a la realidad cuando esta nos falla y hallar, como titula a su último volumen, El Tiempo Recobrado.

Advertíamos al principio que leer esta obra requiere tiempo, pero al final recompensa aprender a mirar nuestro pasado e incluso las horas muertas o el tiempo perdido. Qué maravilla recobrar esos paisajes de la infancia, que Saramago insistía en llevar con uno, y las sensaciones invisibles del arte y de la música que apresamos mientras con-vivimos. De esto nos da una idea, una frase feliz de la novela que invitamos a recorrer:

“Pereceremos; pero nos llevaremos en rehenes esas divinas cautivas, que correrán nuestra fortuna. Y la muerte con ellas parecerá menos amarga, menos sin gloria, quizá menos probable”.

Recomendaremos de entre todas las ediciones, la traducida al español por el poeta Pedro Salinas (¿el mejor del 27?)

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