@jsanchomas
Hay gente que parece haber nacido para achicar distancias y transitar fronteras con el salvoconducto de la simpatía (en el sentido literal de la palabra). Personas para quienes las raíces no son un tesoro escondido sino una riqueza a compartir y mezclar, a sabiendas de que sólo en la mezcla las cosas buscan su origen.

Otras personas cercan su mundo. Por reivindicar tanto la singularidad o diferencia, por agrandar lo inmediato y próximo, por loar tanto su ombligo, terminan por aislar y secar hasta la raíz lo que nació de la riqueza de darse y confundirse.
Con la lengua pasa algo parecido. Y de eso sabe mucho Fernando Iwasaki, un tipo del primer tipo, que aglutina en su mirada y su lengua los dos mundos que me tocan igualmente: un trocito grande de América y un una franja de la Andalucía occidental.

Este peruano-español, autor de Neguijón o de la Palabras primas es un explorador de la historia y la lengua de sus dos patrias. Afincado en San José de la Rinconada, Sevilla, desde hace muchos años, ha vuelto con sus libros a la Lima colonial, así como a la capital andaluza de aquellos tiempos en que empezó a coserse este traje de la lengua de todos.
Iwasaki acaba de participar en una publicación del Instituto Cervantes, Lo uno y lo diverso, que aborda aquellas palabras que generan equívocos o singularidades en la lengua común de casi 500 millones de personas. 21 autores eligen sus palabras, algunas sin parangón en otros países, y otras nacidas de la propia idiosincrasia cultural, como la “cabanga”, esa nostalgia nicaragüense, esa “saudade” que queda en el alma y en los ojos cuando te deja alguien o pierdes algo precioso, como explica Sergio Ramírez.
Álex Grijelmo comenta que el español goza de una unidad de entendimiento poco común, ya que en un 98% se trata de un léxico compartido. Sólo un 2% de todas las palabras se circunscriben a un zona muy delimitada. Y ese 2% es el que genera tantos matices y anécdotas curiosas y divertidas. ¿Por ejemplo, sabe alguien fuera de la zona de Huelva, qué es un gañafote?
Una prima mía, de Nicaragua, que en aquel momento residía en Barcelona, le dijo, de broma, a un compañero de estudios: “te me estás corriendo”. El compañero español la miró con los ojos como platos, y luego se miró al pantalón por si había alguna mancha que no había detectado. Y eso que en España ese tipo de expresiones ha llegado a través de las novelas, el cine o la música.
En Lo uno y lo diverso encontramos algunas referencias a estos pequeños equívocos. Como Iwasaki, la chilena Carla Guelfenbein se fija en los “huevos y huevas” que, al igual que todas las referencias a los genitales, tanto juego han dado y siguen dando a la lengua de las dos orillas (entiéndase bien… o entiéndase como se quiera). Y así, también el libro permite algunos localismos del español hablado en la península, y que, a día de hoy, siguen despertando curiosidad o, en el peor de los casos, encontronazos.
En un ensayo anterior de Fernando Iwasaki, Las palabras primas, el autor limeño-sevillano se fijó en los recelos y enfados que causaban en España la coexistencia de lenguas diferentes, algo inusual en América Latina, donde las lenguas indígenas u otras cohabitan sin fricciones apenas. ¿Siempre fue así en España? Desde luego que no, y el botón de muestra lo encuentra Iwasaki en el Quijote, donde sus personajes, incluido el hidalgo transitan y se entienden con españoles de lenguas diferentes. La geografía del Quijote se nutre de la riqueza de aquellas diferencias del siglo XVI y XVII. El español, cualquier español del siglo de oro, como me aseguró un día Jiménez Lozano, poseía una riqueza lingüística muchísimo mayor que la nuestra de hoy, aunque fuese analfabeto. Las lenguas múltiples no suponían problema porque al final todo el mundo se entendía, sin hacer tantos espavientos, sin google translator ni tecnología. Y de hecho, Cervantes inventa algo plausible: que el primer manuscrito del Quijote no fue más que una traducción de una historia encontrada en la plaza de Zocodover de Toledo, compuesta en un español aljamiado, cuyo autor se llamaría Cide Hamete Bennegeli.
Al otro lado del Atlántico, los frailes de la península llegaron a enseñar y a aprender las lenguas indígenas en tiempo récord sin esos métodos fabulosos para dummies que tenemos hoy en día. Bien es cierto que, como señaló Antonio de Nebrija en su prólogo a la reina católica, “la lengua es compañera del imperio”. Una herramienta de dominio y unificación por supuesto, al estilo del latín, pero también, como el inglés de hoy, una forma de achicar fronteras y llegar a saber por qué nos amamos u odiamos.
Pero la suerte de dos lenguas comunes (el español para entendernos en nuestras geografías y el inglés para entendernos con buena parte del mundo) no resta ni un ápice el interés que tienen otras lenguas minoritarias que coexisten con el español. Por ejemplo, en España, es difícil comprender por qué en la enseñanza primaria no se les ha ofrecido a los niños nociones básicas de esas otras pocas lenguas oficiales en algunos territorios, aunque solo se para aprender a saludar en galego, euskera o catalán. Aunque sólo sea para caer en gracia, para insultar o para “ligar”. No hubiera estado mal abrirnos todos la mente, mezclar nuestra raíces para no llegar a este momento de suspicacias y manoseos políticos sobre lenguas que son patrimonio de todos. No hay lengua que permanezca sin dejarse contaminar por otras. Desaparecen o se transforman evolucionando, es el único camino.
La lengua que nació con la música es de ida y vuelta, como esa maravilla de los palos flamencos. Hoy contamos con cantoras como Rocío Márquez, de mi querida Huelva, cuya voz busca siempre emparentarse con otros sones, a sabiendas de su origen multicolor. Aquí una pequeña muestra de “colombianas”:
Me es inevitable pensar en Iwasaki y su obra sin la sonrisa. La felicidad de haber superado las fronteras mentales y de la lengua, contener mundos en chico, ser tan de un sitio como de otro, con raíces siempre dispuestas a emparentarse en ese gran territorio mítico de La Mancha, como llamó Carlos Fuentes a la patria común de la lengua. Es cuestión del sur, supongo, de lugares que tienen al mar en el horizonte, que huelen a sal, lugares de luz, donde yo también tengo la fortuna de abrir los ojos al amanecer de muchos días de mi vida. Y cuando no estoy en ellos, me los llevo guardados y los abro para mi y para quien conmigo va cuando cierros los ojos y los labios.
Bello texto. Sentí una cierta brisa, un aire fresco de «libertad» al leer sobre estas palabras sin fronteras. El verbo, la palabra, este transbordador elástico que ha viajado con el humano a traves del tiempo, del espacio y de las emociones…sin fronteras (otra forma de libertad)
Me gustaMe gusta