Me falta el papel

Iba a morirse allí, encerrado en una celda de aislamiento, en el retrete de un convento carmelita. Era 1578. Es una vieja historia, o no tanto. El poeta y fraile Juan de la Cruz llevaba varios meses presos por haber defendido dentro de su orden religiosa una mayor libertad de conciencia, una idea heredada de San Agustín.

Sin permitírsele un hábito limpio, sin apenas alimentos que no fueran pan, agua y alguna sardina, y sobre todo sin papel ni pluma, en aquellos primeros meses, Juan atravesó su larga noche oscura. Tenía que haber muerto allí. Y estaba listo.

Sin embargo, hubo un cambio de carcelero. Un fraile joven sin corazón de piedra se apiadó del hombre y decidió conseguirle unas cobijas, un nuevo hábito, y papel y pluma. Todo ello está en los testimonios que se recogieron más tarde. El resto aún permanece con la bruma de la leyenda, pero sucedió así.

A mediados de agosto, tras ocho meses de prisión y sin signos de libertad o muerte, Juan había comenzado a escribir unos versos en los papeles que le había conseguido el fraile lego. Eran unas canciones, surgidas en su interior, pero provocadas por el lejano rumor del canto de un carretonero que atravesaba a diario el Puente de Alcántara. Juan se inventó el amor en aquella cárcel, logró transcribir su éxtasis durante esa larga noche con la única compañía que le visitó por dentro. Se acercó, titubeante, balbuciente, con miedo, como solo se acercan los pies de un hombre que pisa tierra sagrada a lo más hondo de la experiencia humana. Una vez allí, se despertó en aquella realidad prisión de tres por dos, donde estaba a punto de enloquecer. Escribió y escribió hasta que ya no hubo más papel.

Era difícil que el fraile joven le consiguiera más. Y Juan lo necesitaba desesperadamente, tenía que concluir su canto. Quién sabe si imploró por más, si lloró por más. Quién sabe si el buen carcelero sufrió al no poderle satisfacer. Puede que ni siquiera fuese papel lo que faltaba, sino tinta. Como dije, esa parte es todo bruma, hasta que, por fin, y esto ya sí se sabe, Juan decide escaparse. Preparó con ahínco y paciencia su fuga, precisamente en una noche oscura.

Supo aflojar los clavos de su cerrojo, anudar los hábitos y las mantas para hacer una soga con la que descender por un muro cercano, mientras los otros dormían. Corrió por Toledo en busca del refugio de unas monjas carmelitas. Y una vez allí, enclenque, pálido, enfermo, renunció a la primera comida que le ofrecieran las hermanas hasta haber dictado a una de ellas el resto de los versos que traía en la cabeza, para que no se olvidarán. Y todavía hoy se siguen cantando.

Para vivir, sólo hace falta un motivo, para la libertad, sólo hace falta estar vivo. Y las palabras seguirán cantando.

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