El muerto viviente

“La continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el fin de los gobiernos democráticos. Las repetidas elecciones son esenciales en los sistemas populares, porque nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía”

Simón Bolívar. Congreso de Angostura. 1819.

En una sesión ante un grupo de jóvenes que habían sufrido agresiones de todo tipo, la terapeuta dijo una frase consabida que se recita seguramente en muchos libros de autoayuda. Y me gustó: “Si hago planes para un día con sol, y amanece lloviendo, sé que es frustrante porque no puedo cambiar la lluvia, pero sí mi actitud ante la lluvia”.

Después de dos años de intentos por vías pacíficas, políticas o diplomáticas, cuando despertamos, el dinosaurio sigue ahí, “aunque nos duela”. Sobrevivir a las balas, a la pérdida de seres queridos, a la posibilidad de la muerte y el horror, deja secuelas y traumas que alargan la existencia de un fantasma que habita en todos nosotros. Su ser real y vivo puede haber desaparecido hace mucho más tiempo del que imaginamos, pero nuestros miedos o el recuerdo del dolor, lo revive y hace que los sintamos de veras muy cerca.

Daniel Ortega es un muerto viviente. Todo él es pasado. Y todo lo que toca, él y su círculo zombi, se envenena con la muerte. No hablo de la persona, porque esa persona no sé si existe, hablo de esa imagen que sale del castillo del Carmen de tanto en tanto con ruidos de cadenas y de muerte.

Lleva medio siglo generando muerte. Desde que ingresó a las filas sandinistas le rodea la muerte. No ha podido manejar la administración del Estado sin que provoque muertes o enfrentamientos violentos. Toda la paz y el amor que vocifera su esposa a su paso no hace más que incrementar el desfile macabro. Salen de las tumbas de un pasado al que Nicaragua sigue sometida. Ortega y Somoza son el mismo fantasma de un pueblo al que se le ha negado el derecho a convivir en paz y democracia y a tratar de salir de la pobreza por vías dignas y respetuosas. La necesidad de un macho-líder con rango militar sigue atenazando el futuro, rodeado por zombis. Desde la lejanía, la advertencia de Bolívar se derrumba en este país desafortunado.

Quedan solo cuatro dictaduras en el mundo que hablan español, tres en América Latina (y las tres se autoproclaman socialistas: Cuba, Venezuela y Nicaragua) y una en África (Guinea Ecuatorial). Tanto el guineano Obiang como el nicaragüense Ortega tomaron el poder hace más de cuarenta años. Los Castro, en Cuba, más de medio siglo. A derechas e izquierdas siempre el mismo patrón, sin ninguna diferencia.  Todas las dictaduras están soportadas por un ejército y policía a la orden y servicio de sus líderes, todos hombres por supuesto. Un ejército de zombis, como los que vimos salir a las calles de Managua a disparar a niños y niñas, a jóvenes y ancianos, a iglesias y universidades.

En aquellos días del levantamiento de abril y mayo, cuando parecía cercano el fin de la era de los muertos vivientes, imaginé, en una duermevela, que el pueblo entraba en las dependencias del Carmen, que atravesaba los jardines y salones del partido y las habitaciones de quienes allí vivieron. Y para su sorpresa, descubría que todo estaba lleno de telarañas, como si allí no hubiese vivido nadie en medio siglo. Y entonces nos dimos cuenta que habíamos convivido con un gobierno de fantasmas.

Por eso, cuando los medios empiezan a especular sobre hipótesis de enfermedades o sobre por qué Ortega no sale a hacer declaraciones durante semanas y meses, vuelvo a pensar en ello. ¿Y si se le ignora completamente, como hizo de hecho gran parte de la población durante los días del pico de la pandemia?

Los muertos vivientes no tienen nada que decir. Sólo pueden traer pasado del pasado. Es aconsejable no jugar a la güija con ellos. No reclamar su presencia, si no es para llevarlos ante la justicia de la vida. Sólo pueden ofrecer podredumbre y miseria. Como ahora. Ante un crimen atroz de un perturbado contra dos niñas, la única respuesta es sacarse leyes del pasado, porque en la muerte no hay imaginación ni vida. Aprovecharse de un hecho atroz, en un país que ellos mismos han degradado, para cargar contra la oposición, comparando un crimen atroz con un levantamiento popular, es el recurso violento y desesperado de quien necesita de la sangre de los otros para seguir viviendo.

La superación de los traumas atraviesa fases de convivencia con el horror. La dura enseñanza de amaestrarlo, de endurecer la piel hasta, finalmente, perderle el miedo no es un camino fácil. Pero viendo a decenas de personas que, sin afiliación ni organización política ninguna, se enfrentan solas, absolutamente solas, a la policía zombi de la familia dictatorial de Nicaragua, compruebo la capacidad de resistencia de la vida frente a la muerte. Siempre hay alguien que graba parte de ese enfrentamiento en su celular y nos permite observar, por unos segundos, a través de las redes, la valentía y la audacia con que la gente defiende su libertad. Puede ser una vendedora del mercado con banderas azul y blancas, o un hombre trabajador en su moto. Puede ser una joven estudiante en la prisión, o una anciana que no dobla su rodilla, aunque la arrastren o la empujen hasta una camioneta. Esas personas aún nos mantienen en la esperanza de encontrar juntos el antídoto para curar al país de los zombis del pasado.

Un fantasma, un dictador pequeño y manipulador, como es Ortega, se alimenta del miedo, porque ya no le queda ningún resquicio de ideal o épica a la que agarrarse. Ha sido la causa directa o indirecta de miles de muertos, miles exiliados, y miles de heridos. Más de 40 años con pocos momentos sin violencia.

Un día de estos, no será dentro de mucho, cuando despertemos, el dictador no estará ahí. Veremos que los fantasmas sólo sobreviven en el miedo, la necesidad o la cobardía. El Carmen, veremos, será un viejo complejo de edificios vacíos y polvosos. No sabremos cuánto tiempo habrá pasado. Cuándo dejó de existir. Cuánto tiempo pasó infectando a otros hasta rodearse de su ejército de muertos vivientes.  Ellos, fantasmas de uniformes del pasado, quieren robar el futuro de un pueblo. Son parte de una pesadilla de la cual despertaremos, aún aturdidos, magullados, doloridos, sin saber cuánto tiempo hará pasado. Abriremos los ojos. Y no estará ahí. Será entonces el tiempo de la justicia y la verdadera reconciliación con el presente y el futuro. Y tendremos que cambiar muchas cosas, cuidarnos nuevamente para que no vuelvan a despertarse los muertos cuando nos quedemos dormidos.

La costurera de los pijamas azules

Gracias a la visita del grupo de eurodiputados la semana pasada a las prisiones, pudimos comprobar nuevamente la enorme dignidad que reside en los presos políticos por ejercer la libertad y los derechos más fundamentales.

Fue conmovedor ver en los ojos de jóvenes como Amaya Coppens la resistencia. Y también reencontrar a Lucía Pineda Ubau, nuestra “Chilindrina”, el rostro pálido, junto a compañeras, animando a resistir desde su cárcel. Y descubrir sin tapujos la enorme crueldad ejercida contra el periodista Miguel Mora para dejarle sin la luz del sol ni la luz eléctrica con la que leer una Biblia. Fue lo único que pidió el eurodiputado Ramón Jáuregui a la dirección del Chipote: “Luz y una Biblia para Miguel Mora”. ¿Habrá eso llenado de vergüenza o conmovido algún resorte de la lectora de la Biblia Rosario Murillo, y de quienes aún la siguen?

Otro eurodiputado, Javier Nart, volvió a encontrarse con viejos compañeros de guerrilla y reconoció que valió la pena jugarse la vida por un pueblo cuya reserva moral se transmite de generación en generación.

No vimos a Medardo, ni a Edwin Carache, ni al maratonista Alex Vanegas. No vimos a tantos que aún permanecen en la oscuridad de esta noche roja y negra que se va quebrando con el alba. De algunos, seguramente olvidaremos sus nombres y sus historias pasarán a contarse en familia. Pero habrá algo que nunca olvidaremos: cómo nuestras hermanas y hermanos de los pijamas azules siguen sosteniendo la sonrisa, como si recogieran las de aquellos que perdieron sus vidas y esperanzas, las de los golpeados y abusados o los que ya no tienen fuerza de abrir los labios. Entendimos el mensaje invencible de la sonrisa blanca sobre pijamas azules, colores de bandera de este país-revolución.

No sé quién cose y plancha los pijamas azules que llevan nuestras hermanas y hermanos presos. Sea quien sea, me gustaría pensar que los cose como caricias. El día de mañana, esos pijamas serán parte de un museo de la dignidad. Ni siquiera sé si son hombres o mujeres los encargados de coser esos pijamas.

Me atrevo a sospechar que son mujeres. Aún arrastramos demasiado machismo como para imaginarlo de otro modo. Mi propia madre también cosió mucho tiempo y sé del amor que hay detrás de ese oficio. Así que imagino a una mujer cosiendo de noche esos pijamas azules, y le encomiendo una aguja que no hiera, una plancha que no queme. Estoy seguro que algún día, usted, madre (si así me permite llamarle), también contará la historia de cómo los doblaba, recién lavados con olor a patio de primeras lluvias; de cómo los enviaba con cuidado. Hágalo con honor, madre, no se avergüence. Esos pijamas van a vestir la piel de la dignidad de un pueblo.

Publicado en La Prensa, versión digital