#Reto100Novelas Para Siempre (3)

La Metamorfosis (Die Verwandlung.1916)

Franz Kafka (Praga. Rep. Checha. 1883-1924)

Justo ahí, en ese instante, cuando Grete decide cerrar con llave el cuarto de su hermano, convertido en cucaracha, para no verlo nunca más, es cuando

A través de la reclusión del personaje central de este relato largo, que aquí incluimos en la categoría de novela para siempre, Kafka abrió una puerta a nuestros agujeros negros, a los rincones íntimos más solitarios. Y es en ese personaje, Gregorio Samsa, convertido en monstruo (algo parecido a una enorme cucaracha de la noche a la mañana) donde nos hemos visto todos alguna vez como en un espejo. ¿Quién no ha sido ese bicho raro, incomprendido, aislado, marginado en su propio hogar, en su propio mundo, alguna vez en la vida?  ¿O toda ella? Historias espejo como estas alcanzan categoría de universal.

Si en las dos obras que le preceden en esta serie (Reto100Novelas) se requería de paciencia y de tiempo, ahora lo que se necesita es estar en sintonía con la intensidad de este relato. Y aunque se lee de una sentada, queda en la memoria y en los sueños toda la vida.

Pasados los tiempos románticos del nacionalismo del siglo XIX, del socialismo utópico, del orgullo victoriano, de las emancipaciones de todo tipo, el ser humano se encuentra frente a un siglo en el que empieza a sentirse abrumado por el vértigo de la tecnología. Un mundo que, a costa de hacerse más pequeño, nos hace cada vez más ajenos, y el resultado: un permanente sentimiento de inseguridad, de desolación, de abandono, de frustrante conciencia de la brecha entre nuestros anhelos y la realidad. Kafka le da forma a todo ello en una magnífica obra, no extensa, pero sí densa, que influirá tanto en la literatura como en la psicología, la educación u otras disciplinas que estructuran nuestra percepción y análisis de la realidad.

Samsa, un viajante comercial anodino, se despierta una mañana convertido en un insecto. A partir de aquí, asistimos a dos luchas: la de la familia, de clase media sin demasiados recursos que, tras unos comienzos desconcertantes, trata de adaptarse a la situación. Pero, al final, acaba por ignorar a su extraño miembro, a pesar de que está con ellos, dentro de la misma casa. La otra es la lucha del propio Gregorio en asimilar su situación y el rechazo de su familia.

Lo mágico de Kafka es lo que él ni siquiera pude vislumbrar: que su personaje se abrazase, a través del relato de su extraordinaria transformación, al sentimiento tangible y común de los parias de la tierra, los olvidados, los vagabundos, los explotados, las víctimas de discriminación, los genios, los solitarios, los locos, los rechazados, los visionarios incomprendidos. Todos aquellos que son denostados de alguna u otra manera cuando se salen de lo que otros conciben bajo un concepto peligroso y absolutamente falso: “Lo normal”, lo uniforme o el pensamiento único.

En el caso de Gregorio, hasta su hermana Grete, que, en un principio, es la única que mantiene el contacto y le lleva algo de comida, termina por rechazarle al comprobar que Gregorio no vuelve a la escala de la normalidad, sin comprender que él también está luchando consigo mismo.

Justo ahí, en ese instante, cuando Grete decide cerrar con llave el cuarto de su hermano, convertido en cucaracha, para no verlo nunca más, es cuando se cumple para siempre su destino de ostracismo. Y por ello resulta más estremecedora la pregunta que formula y que Grete no puede oír. Sólo puede hacerlo el lector, que es quien se queda con Samsa, pero ninguno de los dos se pueden ver: “¿Y ahora? – se dijo para sí Gregorio Samsa mirando alrededor la oscuridad”

Kafka es un creador de atmósferas oníricas. En ese ambiente, nos acerca a los temas universales de la búsqueda de la identidad y la propia aceptación, la lucha contra el poder o contra la sujeción a estructuras asfixiantes. Una pieza desgarradora y brutal como La Carta al padre exhibe la proporción del sentimiento de opresión que había sentido el autor frente a la figura paterna o a cualquier otra institución de poder. Dos novelas, El proceso y El castillo reflejan similares inquietudes.

Kafka, de padres judíos germanoparlantes, estudió Derecho y trabajó en una aseguradora en su Praga natal.  Y aunque era respetado y querido por sus compañeros, siempre menospreció esa tarea pues le quitaba tiempo de lo que era su verdadera vocación: escribir y liberar sus fantasmas y, de paso, los de todos nosotros.

Su fama no llegó hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Parece que eso fue contra su voluntad, ya que un amigo, Max Brod quiso, gracias al cielo, contradecir la última palabra de Kafka. Había dado instrucciones para que, después de morir de tuberculosis, se quemaran todos sus escritos. Brod, salvó a Kafka de morir y nos lo regaló para siempre, pues como decíamos antes, quisiéramos que amigos como él estuvieran a nuestro lado, al despertar tras una noche en la que había creído ser insectos. Pero ya nos advertía el inolvidable Monterroso que los dinosaurios todavía siguen ahí, acechándonos al despertar.

Las ediciones de La Metamorfosis son numerosas y de gran calidad por lo general. Y al ser de poca extensión, estas ediciones se suelen completar con otros textos de Kafka que nos enriquecen aún más la lectura. Leer La Metamorfosis es justo y necesario, no para la gente “normal” del mundo de la “normalidad” donde todo lo diferente es peligroso, sino para esa otra inmensa mayoría que sostiene la misma lucha de Gregorio Samsa. No dejemos que pase más tiempo sin volver a ella. No dejemos de volver a nosotros mismos a través de este relato que fue escrito para siempre. Como lectores de esta historia, esperamos, siempre esperaremos, que Gregorio despierte, abra la puerta y le cuenta a Grete la extraña pesadilla que ha tenido. Y a medida que no vemos claro ese final, el mundo se vuelve una habitación cerrada, en cuyo interior, una criatura grita en forma de pregunta: “¿Y ahora?”. Pero no sabe que una lectora, o un lector, desde otra oscuridad, desde otra habitación cerrada, la está escuchando y la repite sin fin.

#Reto 100 Novelas Para Siempre (2)

M.Proust. En busca del tiempo perdido. Por el camino de Swan (I) (A la recherche du temp perdu. Du coté de chez Swan. 1913)

“Pereceremos; pero nos llevaremos en rehenes esas divinas cautivas, que correrán nuestra fortuna. Y la muerte con ellas parecerá menos amarga, menos sin gloria, quizá menos probable”.

Esta es la felicidad: anochece, y un niño en cama espera que suba la madre a su cuarto para darle el beso de buenas noches. El niño que espera es el adulto que después recordará esos momentos. Ambos tiempos son la felicidad. Ni siquiera el beso, sino la espera, el deseo del niño y, después, la recreación infinita del recuerdo en el adulto. No se trata de un beso, sino de las mil formas de felicidad en esperarla o recordarlo. Después de gozar así, ya nada importa que la realidad se parezca o no a lo que la memoria y la imaginación crean.

Tras el primer pico superado del Ulises de Joyce, ahora tocará el recorrido por uno de los grandes monumentos literarios del siglo XX, al que asisten con veneración y recogimiento muchísimos escritores y lectores de nuestro tiempo para bautizarse o confirmar su fe verdadera en el poder creador de la palabra. Decíamos que el Ulises de Joyce abría las puertas de un nuevo estilo, una manera de enfocar la realidad, y así lo hace también la otra gran obra que inaugura la literatura contemporánea, En Busca del Tiempo Perdido, serie formada de siete volúmenes publicados desde 1913 a 1927 del escritor francés Marcel Proust (París. 1871-1922).

La lectura de esta obra requiere de la misma paciencia y tiempo que un paseo con un amigo de toda la vida. A ese placer se le puede comparar porque es con un amigo o amiga en movimiento cuando se pueden, a veces, descubrir con él o ella lo que nos estuvo oculto durante mucho tiempo. Se pueden resolver algunos misterios y hasta despejar el sentido de los detalles pequeños. Esa es la maravillosa tarea que Proust se impuso antes que la muerte le llegara: aprehender el tiempo que nos pasa por dentro.

Para tal labor se requiere la técnica de la introspección con la consiguiente minuciosidad y vehemencia en querer siempre llegar más allá del interior, comprender hasta la médula la fragilidad del hombre y la mujer, y de todo lo que les rodea. A veces, el autor se vuelve hacia el lector utilizando el “nosotros” y nos invita a compararnos con lo que se está observando para continuar después con el relato como si asistiéramos a un teatro costumbrista de apariencia, pero que es mucho más que eso.

La obsesión de Proust es la fugacidad de todo, y la incapacidad congénita de gozar de los momentos en total plenitud, sin poder desterrar esa sensación perenne de que siempre nos falta algo. En su obra Proust halla la felicidad, no en los hechos que suponemos que nos la dan.

A Don Quijote no le importaba que Aldonza Lorenzo fuera una mujer ruda y vulgar sin nada de feminidad en sus atributos porque su memoria y su imaginación la creaban al estilo de Dulcinea del Toboso. Proust cree adivinar que probablemente la única realidad es la de la memoria, ya que en ella podemos recorrer lo que los límites de los espacios y los tiempos no nos permiten.

Comprender algunas cosas que nos pasaron puede otorgarnos la benevolencia y la ligereza de poder caminar sin mochilas pesadas a la espalda. En la primera de las novelas, Por el Camino de Swam, Proust halla al tiempo como algo recobrable; vence al olvido definiendo como nadie los sentimientos captados en momentos concretos. Nos describe con una bondad y una comprensión enormes las razones ocultas de un personaje enfermo de celos, las del amor verdadero y silencioso, las de las mentiras, y hasta ofrece una maravillosa exposición de un acto de sadismo envuelto en una atmósfera de necesidad de amor.

Dentro de la memoria con la que Proust vence al olvido y a la muerte, está el reino de las sensaciones del gusto y del olfato que guardan el pasado como describe en uno de esos momentos de la literatura para siempre: cuando al tomar una magdalena mojada en té, se le devuelve la infancia:

“Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo”.

Para construir este enorme edificio de quince volúmenes, Proust luchó contra el asma que le trajo la muerte. Él no conoció el éxito hasta el final de su vida y fue gracias a un amigo Leon Daudet que le descubrió como escritor. Ganó el prestigioso premio Goncourt de novela, tres años antes de morir. Su personalidad era tremendamente sensible. Dicen que no podía salir de un café sin regalar propinas a todos los camareros, incluso aunque no le hubiesen servido porque no estaba en él soportar el figurarse que alguien podía sentirse marginado.

Debido a su enfermedad salía poco de los cuartos de su casa o de hotel donde escribía sin descanso. Admiraba la naturaleza en la distancia y tenía que ser apartado hasta de un ramillete de flores que le mandaran de regalo pues le incrementaba los ataques. Quizá por eso los paisajes campestres de su obra son tan idealizados, parecidos a los de los cuadros. Sus críticos le denuestan la visión unilateral de un mundo burgués que conocía muy bien, pero la realidad es que, no importa en qué mundo o universo se ubique el narrador, siempre que nos abra la puerta a ese otro mundo interior y compartido por todos. Kafka encontró la llave de esa puerta. Ello lo convierte en el escritor más influyente junto a Joyce, Kafka y Borges del Siglo XX.

Proust murió pensando que el amor de la gente le era vedado por su reclusión, igual que el amor de Dios “porque nadie le enseñó a conocerlo”. Sin embargo, su obra es una obra de amor a la humanidad a través de su pequeño mundo burgués.

El tiempo es relativo y al leer el primer volumen al menos, uno se descubre, hasta con pudor, por dentro y se quiere un poco más, y quiere recuperar lo que estaba perdido. Pero el Proust inconformista enfrenta, al final del primer volumen, un choque con la realidad al querer suplantarla por el recuerdo. De ese primer choque queda vencido. Y uno quiere seguir con él, presenciar cómo se levanta de la lona, saber si es posible vencer a la realidad cuando esta nos falla y hallar, como titula a su último volumen, El Tiempo Recobrado.

Advertíamos al principio que leer esta obra requiere tiempo, pero al final recompensa aprender a mirar nuestro pasado e incluso las horas muertas o el tiempo perdido. Qué maravilla recobrar esos paisajes de la infancia, que Saramago insistía en llevar con uno, y las sensaciones invisibles del arte y de la música que apresamos mientras con-vivimos. De esto nos da una idea, una frase feliz de la novela que invitamos a recorrer:

“Pereceremos; pero nos llevaremos en rehenes esas divinas cautivas, que correrán nuestra fortuna. Y la muerte con ellas parecerá menos amarga, menos sin gloria, quizá menos probable”.

Recomendaremos de entre todas las ediciones, la traducida al español por el poeta Pedro Salinas (¿el mejor del 27?)

#Reto 100 Novelas Para Siempre (1)

ULISES (Ulysses 1922)

James Joyce. (Dublín. Irlanda 1882- Zürich. Suiza 1941)

No es de extrañar que después de abrir las páginas de esta novela y de las que vendrían después durante todo el siglo XX, los críticos más pesimistas, que gustan de frases con las que tirar la piedra de la polémica, dijeran que la novela había muerto. Y de hecho no es ocioso afirmar que después del Ulises, y de En Busca del Tiempo Perdido de Proust nada en la novela ni en la literatura sería igual.

Fijémonos en el año de su aparición: 1922, el mismo año en que Eliot publica su Tierra Baldía (Waste Land) que provoca un revuelo similar en poesía, aunque no de tanto alcance como la del Ulises. El mismo T.S.Eliot declara a Joyce “el mejor escritor de prosa vivo” de su tiempo, y en conversaciones privadas va más allá y dice que era el “único” escritor vivo de su tiempo. La admiración que Joyce obtuvo de Eliot le costó conseguirla de las editoriales y del público.

Estamos en una Europa que todavía trata de curar las heridas que dejó la Primera Guerra Mundial, y que después se volverán a abrir en una segunda. Hay una generación de talentosos escritores a la que se le llamó la generación perdida, precisamente por los estragos de una guerra y sus secuelas que vinieron a romper y despertar a un mundo que todavía dormía en un romanticismo antiguo. La psicología y la tecnología asaltan la vida del hombre para hacerse indispensables. Estados Unidos se erige como estandarte de un progreso en Occidente que al final de la década del Ulises, enseñará en su cara más cruel la

falacia del sueño americano, que saltaba desde las ventanas de Wall Street el fatídico Martes Negro.

Y en medio de ese mundo, surge Joyce, un irlandés con gafas gruesas (sufría de glaucoma), nacido de familia pobre y educado con el esmero y la rigidez de los jesuitas. Su lucha contra la pobreza no le abandonará nunca. Pero él se deja poseer por la incógnita y el caos de la vida del hombre y lo esboza en una novela, el Ulises, que fue después censurada en muchos países por observarse en ella obscenidades, sexo sin vestiduras (a como debe ser), insinuaciones que profanaban las tradiciones heredadas de la época victoriana.

Es un compendia de diatribas que nacen del monólogo interior y sincero de los personajes, una técnica, si no nueva, sí explorada hasta sus límites más lejanos por primera vez en esta novela. A través de ella, Joyce pudo afrontar muchos temas que, de otra forma, no hubieran podido expresarse sin caer en lo ñoño o caricaturesco.

Para construir la novela, Joyce se basa en sus recuerdos y en la ayuda de un hermano que le envía datos y planos sobre las calles de Dublín que los dos personajes centrales habrían de recorrer. El autor se despide y deja que sus personajes hablen y actúen como quieran.

A diferencia del Retrato del Joven Artista, en esta ocasión Joyce enfoca la novela desde tres ángulos, elaborando una continua emisión de monólogos, diálogos o reflexiones que se desarrollan en la mente de sus personajes, sin orden aparente, según le va pasando por la cabeza a medida que actúa. Es el reflejo del stream of consciosusness con que el cerebro recibe y emite esa mezcla de imágenes pertenecientes a la vida real o a la ilusoria que se imbrican en nuestra caja de recuerdos conscientes o inconscientes.

El primer personaje es Stephen Dedalus, que, de vuelta a su lugar de origen, Dublín, afronta nuevamente la vida de su círculo de amigos, y las estrecheces de su ambiente familiar. Su visión del mundo, de una intelectualidad refinada, se contrapone a la de Leopold Bloom, un judío dublinés mucho más apegado a las preocupaciones mundanas. Todas las acciones y expresiones de ambos se ven contrapuestas a las de un tercer personaje, Molly, esposa de Bloom. Ellos interrelacionan sus vidas con la cotidianeidad de Dublín en un único día: el 16 de Junio de 1904. Aparentemente, la novela reinventa el mito de la Odisea, siendo Bloom el Odiseo o Ulises que vuelve a Ítaca (vale Dublín), en la que Stephen es Telémaco, y Molly, Penélope. Esta última es la que menos se mueve en la novela, pues permanece en su cama en un constante monólogo interior o entreteniendo a un amante con el que le es infiel a Bloom después de un largo celibato.

Cuando Bloom y Stephen se encuentran, los dos han recorrido un largo camino por Dublín y por la vida. Ambos están borrachos y se reconocen

como peregrinos. Ambos han luchado interiormente, como cuando al contemplar un escaparte, emerge el sentimiento católico de la culpa. En Stephen, es el de no haber rezado ante el lecho de muerte de su propia madre. En Bloom, supone una mezcolanza de recuerdos de ritos y frases judías con la imagen un hijo muerto o con la rutina de la ciudad que le sirve de escenario.

La aceptación posterior que tuvo esta novela fue tal que ya forma parte de los símbolos del pueblo irlandés y, particularmente, de Dublín. La celebración del Bloomsday, atrae todos los años, en el mismo día en que se desarrolla la novela, a peregrinos cerveceros que procesionan religiosamente de pub en pub, reproduciendo el mismo itinerario de la novela.

Con esta obra, se puede decir con Castellet que ha llegado “la hora del lector”. El éxito de el Ulises y de las obras de Joyce, estriban en que requieren la atención y cooperación del lector. Apelan a su inteligencia o creatividad, sin la cual, no se puede reconstruir el universo propuesto por el autor, convirtiéndose así la novela en una obra abierta como exclama Umberto Eco.

Es necesario advertir que esta novela es más legible que comprensible. Para disfrutar realmente de ella se requiere de la eliminación de todo prejuicio racionalista que la quiera ordenar al modo tradicional. Se sucumbe ante ella o se acepta de ante mano que dejará muchas lagunas entre el absurdo y el misterio. Se trata de un ir y venir por los ingredientes que componen nuestra cultura occidental. No le falta la ironía más punzante, la violencia, el sarcasmo, la contradicción, el drama, el humor, la fantasía y el sentimentalismo, o la revisión subjetiva de la historia. En fin, es un tesoro a nuestro alcance, siempre y cuando nos dejemos llevar como de la mano de un mago y sepamos que estamos pagando para que nunca se nos revele el truco.

Siempre recomendable es avanzar con una traducción que les ayude a superar las trampas del lenguaje. Aunque es imposible su perfecta traslación a nuestra lengua, fue loable la titánica edición de José María Valverde. En cualquier caso, si le echan un ojo durante un tiempo prudencial, les prometo que es algo que no olvidarán. Todo lo demás, les parecerá un camino llano.