Oxígeno. Más oxígeno
El doctor Philippe Duneton, director ejecutivo de UNITAID, examina los esfuerzos para priorizar esta herramienta simple y compleja al tiempo. Asegura que las vacunas no son suficientes contra la pandemia, la lucha debe ser integral.
Medio millón de personas necesitan oxígeno medicinal a diario, según la OMS. Más de un millón de bombonas son esenciales cada día.La pandemia de la covid-19 ha exacerbado una de las necesidades más simples y complejas de los sistemas de salud. Ya antes de la crisis sanitaria global suponía una de las principales herramientas para tratar, por ejemplo, la enfermedad infecciosa más letal del mundo, que se cobra 800.000 vidas de niños anualmente: la neumonía.
El doctor Philippe Duneton atiende la entrevista desde la sede de UNITAID que dirige, hospedada por la OMS, en Ginebra. UNITAID se creó en 2006 para acelerar el acceso a la prevención, diagnóstico y tratamiento de enfermedades como el VIH-sida, la malaria y la tuberculosis, así como otras coinfecciones. Con modelos de financiación innovadores, cuenta con el apoyo de varios países como Francia, Brasil, Reino Unido, Chile o España, entre otros, además de la Fundación Bill y Melinda Gates. Actualmente, la organización está ofreciendo su experiencia para atender las necesidades que despierta la covid-19 en los países con menos recursos, y es socio del grupo Acelerador del acceso a las herramientas contra la COVID-19 (ACT). Un mensaje que deja claro el doctor Duneton es que el acceso depende de poner la mirada y el poder de decisión “en manos de las poblaciones afectadas”.

Pregunta. UNITAID se creó para atender a las tres grandes enfermedades: sida, malaria y tuberculosis. Y ahora, ¿oxígeno?
Respuesta. Ya antes de la pandemia, UNITAID había ampliado su horizonte de trabajo más allá de lo estrictamente relacionado con las tres enfermedades. Estamos atendiendo, por ejemplo, desafíos de salud maternoinfantil o apoyamos el acceso a formulaciones pediátricas. Pero necesitábamos hacer más. Por eso, nos interesamos por la neumonía infantil y por el acceso al oxígeno, que es un asunto sencillo y complejo a la vez. Nos vimos en la necesidad de actuar, por tratarse de una demanda de las poblaciones con las que trabajamos.
P. ¿Por qué es sencillo y complejo a la vez?
R. Sabemos que el acceso a oxígeno es una necesidad crítica desde antes de la pandemia, y que se ha exacerbado más ahora. Sin embargo, muy pocos países contaban con planes o estrategias nacionales de acceso sostenible. No era ni la prioridad ni gozaba de la inversión suficiente. La complejidad del acceso al oxígeno reside en tres factores fundamentalmente: las fuentes de producción (hay una variedad a nivel global y también local que se puede aprovechar); la distribución, que se vuelve un problema si el país no cuenta con la capacidad logística suficiente; y la capacidad técnica y de personal para poder utilizar el oxígeno medicinal. Parece sencillo, pero cuando tienes una emergencia encima, la situación del acceso se vuelve muy complicada a la hora de llegar a todos.
P. ¿La clave está en fortalecer los sistemas sanitarios?
R. En salud global, solemos repetir mucho esa frase, pero de nada sirve si no se pone el poder y las capacidades en las manos de las personas, en los lugares más afectados y con menos recursos.
P. La imagen de la gente desesperada por respirar, en la India, ha levantado todas las alarmas. Y eso que se trata de un país con capacidad de producción de oxígeno.
R. Sin duda. Cualquier sistema de salud se ve debilitado cuando se enfrenta a un gran incremento de casos. Ello nos da una idea de la complejidad de contar con acceso a oxígeno. Pero no existe ni una solución única, ni un solo país que pueda contener el virus por sí solo. En la India, por ejemplo, vemos que se enfrentan a grandes dificultades a pesar de tener una gran capacidad de producción de oxígeno industrial. Esa capacidad podría adaptarse para la producción de oxígeno medicinal, que no es fácil, pero se puede hacer. Una vez conseguido, está el reto de la distribución. La complejidad del oxígeno hace que todos los componentes sean claves: producción, distribución y un sistema sanitario con capacidad para utilizarlo.
P. La OMS estimó recientemente que se necesitan con urgencia unos 90 millones de dólares (73 millones de euros) para atender la emergencia de oxígeno en 20 países de ingresos bajos y medios. A nivel global la demanda es de 1.600 millones de dólares (1.300 millones de euros), ¿Qué está haciendo UNITAID ante este llamamiento?
R. UNITAID y Wellcome han contribuido con una primera partida de 20 millones de dólares (16.450.400 millones de euros) para los países con menos recursos. Pero la efectividad de dicha ayuda depende no solo de financiación sino de un trabajo coordinado y conjunto. El Fondo Global dispone de 3.700 millones de dólares (3.000 millones de euros) para atender la emergencia mundial de la covid-19, y seguramente se podrán disponer de más fondos. Pero además de infraestructura, inversión y recursos humanos, se deben habilitar espacios en los que quienes decidan y elaboren la demanda sean las propias poblaciones y países afectados. Por eso trabajamos asistiendo a los países en evaluar las necesidades y respuestas adaptadas. La situación en la India puede expandirse a Pakistán o Bangladés, así como al este de África, pues se trata de una zona en la que hay muchas conexiones con países como Etiopía o Kenia, por ejemplo. Tenemos que atender también lo que ocurre en América Latina. Hemos visto situaciones muy graves en Brasil o en Perú, por ejemplo.Además de infraestructura, inversión y recursos humanos, se deben habilitar espacios en los que quienes decidan y elaboren la demanda sean las propias poblaciones y países afectados
P. ¿Cree que la atención prioritaria puesta en las vacunas ha disminuido los recursos y esfuerzos para acceder al oxígeno?
R. Las vacunas no son suficientes. Las herramientas actuales contra la pandemia no se pueden usar por separado. Es una lucha integral. Las medidas de prevención, junto con la detección y atención de casos, así como la inmunización o la atención médica a las personas afectadas son parte de un todo. El primer nivel de respuesta es detener o reducir la transmisión y en paralelo va el acceso a vacunas.La lucha tiene que hacerse a nivel global y, al mismo tiempo, adaptada a cada país.
P. Para el caso de las personas que requieren tratamiento médico, ¿son suficientes las herramientas actuales?
R. Lo que se ha demostrado en estos meses es que, con acceso a oxígeno, corticoides y anticoagulantes, se puede reducir hasta la mitad, aproximadamente, la mortalidad por covid-19. Se trata de herramientas sencillas y todos los países deberían tener garantizado el acceso a ellas.
P. ¿Qué hace falta ahora?
R. Tenemos que conseguir ir por delante del virus, no detrás. Necesitamos tratamientos para curarlo o detener su avance antes de que se agrave. No los tenemos todavía. Esperamos contar con antivirales a finales de año que funcionen con la mayoría de las variantes. Eso va a ayudar muchísimo para evitar el agravamiento de los pacientes y el colapso de los sistemas de salud. Tenemos que estar seguros de tener las soluciones de producción para todos los países que lo necesitan en África, en primer lugar. Sin perder la atención en Asia y América Latina.
P. Teniendo en cuenta lo que ocurre en la India y la complejidad asociada al acceso a oxígeno, ¿no cree que todo ello puede desincentivar a los posibles financiadores?
R. No, porque si inviertes en ayuda al acceso a oxígeno, no te arrepentirás. La pandemia pasará, pero la necesidad de oxígeno no se detendrá. Es necesario para problemas de salud graves como la neumonía, la tuberculosis, o las hemorragias posparto, por citar algunos ejemplos.Cambiamos el enfoque: de una visión muy técnica y científica (incluyendo la hospitalaria), a un manejo a nivel comunitario
P. Como médico, con 25 años de experiencia en el campo de las enfermedades infecciosas, ¿ha vivido alguna experiencia en el pasado que le haya ayudado a afrontar la pandemia?
R. Yo empecé como médico cuando vino la pandemia de VIH. La gente de mi edad, en aquel momento, estaba muriendo y no teníamos tratamientos. Con la llegada, en 1996, de las primeras noticias de antiretrovirales (ARV), pasamos al siguiente reto que fue el acceso. Yo fui parte del equipo del primer centro de acceso al tratamiento en Dakar. La enseñanza entonces fue la misma que ahora: necesitamos nuevas herramientas, pero tienen que ser accesibles, de modo que la capacidad esté en las manos de las personas en los países donde se necesitan. Cambiamos el enfoque: de una visión muy técnica y científica (incluyendo la hospitalaria), a un manejo a nivel comunitario.
P. ¿Qué resultados se obtiene con ese cambio de enfoque?
R. Por ejemplo, llegar a pruebas de diagnóstico que se pueden hacer a sí mismas las personas, en lugares sin estructuras de salud. O llegar a reducir las dosis de tratamiento para facilitar el acceso y la adherencia. Cuando empezamos con los ARV en VIH, a veces, teníamos que administrar hasta 24 pastillas al día a una persona, lo que incluso en países desarrollados era ya difícil. Simplificarlo a una pastilla al día hizo la diferencia. Eso es lo que significa pensar, no solo en y desde los sistemas de salud, sino en y desde las personas. Soluciones que pueden implementarse a niveles descentralizados.La lucha es importante pero también lo es el espíritu con que luchamos
P. ¿Cuál es el valor añadido que aporta el modelo de trabajo de UNITAID?
R. Trabajamos en soluciones que funcionan para cientos de millones de personas que padecen de VIH, malaria o tuberculosis, además de coinfecciones y comorbilidades como el cáncer cervical o la hepatitis C. Tratamos de acelerar las respuestas para la prevención, diagnóstico y tratamiento de las enfermedades con las que trabajamos alienados con el Fondo Global y con los países más afectados. Hemos apoyado a encontrar soluciones más rápidas, baratas y efectivas, como el modelo de diagnóstico y tratamiento temprano del cáncer de cérvix por menos de un dólar por mujer. En salud pública, una pequeña inversión puede producir beneficios masivos. Ahora, estamos aplicando nuestra experiencia en responder a los desafíos de nuevas terapias y diagnósticos para la pandemia , como miembros del ACT. Pero lo mejor de todo es encontrar a personas con una gran voluntad de ayudar en todo el mundo. Eso te hace tener esperanzas. La lucha es importante, pero también lo es el espíritu con que luchamos.
Publicado en El Pais.
Cómo sentar en el banquillo a los violadores de los derechos humanos
Lo primero es saber que las víctimas no se rinden. Lo segundo es que no están solas. La clave es documentar todas las pruebas posibles. Dos expertos en Justicia Universal dialogan sobre cómo llevar a criminales de lesa humanidad a los tribunales internacionales.
Tanto Almudena Bernabéu, del Centro Guernica 37 para la Justicia Internacional, como Reed Brody, de Human Right Watch, tienen una larga experiencia en llevar a los culpables de crímenes de lesa humanidad ante los tribunales. Desde Guatemala o El Salvador, Gambia, Chad o Ruanda o Siria, la persistencia de las víctimas de estos crímenes, “víctimas activas” siempre, como aclara Bernabéu, puede encontrar la colaboración de organizaciones y abogados dispuestos a acompañarles.
Los dos expertos sostuvieron un diálogo, este pasado 5 de mayo, organizado por la Coalición por la Justicia en Nicaragua, en la plataforma del medio digital Divergentes. Moderado por Carlos Dada, periodista salvadoreño de El Faro, se abordó desde el inicio la cuestión más difícil: el tiempo de espera.
Como el propio Dada comentó, recientemente han dado inicio las audiencias por la masacre del Mozote, un ataque de los militares salvadoreños que dejó cerca de 1.000 víctimas civiles. El asunto es que sucedió hace, nada más y nada menos, que 40 años. Igualmente, los asesinatos cometidos contra los jesuitas españoles y dos mujeres de la Universidad Centroamericana fueron juzgados recientemente en España, 30 años después. Sin duda, es un plazo demasiado largo para los que esperan justicia.

Bernabéu, que llevó el caso de los jesuitas, comentó acerca de las dos caras de esta moneda del tiempo. Reconoció que la justicia debe darse con más prontitud, “si no, se pierde parte de su calidad y su sentido” y, además, recordó que no se debe sustituir la aplicación de justicia sobre crímenes de lesa humanidad por otras iniciativas como la creación de comisiones de la verdad, “porque eso no transforma ni resuelve las inequidades que generan las violaciones de derechos humanos”. No les restó valor simbólico a esas iniciativas, pero enfatizó en la necesidad de hacer justicia. “He conocido a personas que han sufrido la revictimización a causa de la complejidad de estos procesos, pero, aun así, nunca he conocido a víctimas que se hayan rendido. Jamás”. Las víctimas son reivindicativas, subraya Bernabéu, “siempre van a estar ahí”, y esa insistencia es la que da fuerza a esta abogada, experta en derechos humanos.
Los asesinatos cometidos contra los jesuitas españoles y dos mujeres de la Universidad Centroamericana fueron juzgados recientemente en España, 30 años después. Sin duda, un plazo demasiado largo para los que esperan justicia.
La parte positiva es que el tiempo ofrece algunas oportunidades: “Por un lado, los criminales se relajan, confían en su impunidad, empiezan a viajar; por otro, se pueden recabar más pruebas con las que fundamentar el caso, explicó Bernabéu”. Al respecto, Brody apuntó que la documentación de los casos puede parecer una tarea, a veces, desalentadora, pero tarde o temprano da sus frutos. Recordó el caso Pinochet. El director jurídico del arzobispado de Santiago de Chile, quien había documentado muchos casos de violaciones de derechos humanos en aquel país, había interpuesto más de 1.000 habeas corpus y no había prosperado ninguno. Al cabo de 20 años, él estuvo en Londres, viendo a Pinochet en el banco de los acusados. “Entonces comprendió por qué había hecho todo ese trabajo”, comentó Brody. También mencionó el caso del abogado Alain Werner, que ha radiografiado los crímenes cometidos en Liberia y ha abierto varios casos contra los criminales de Liberia que se encuentran en diferentes países.
El papel de la movilización y organización de las víctimas y sus allegados es el motor de todo. Y, en segundo lugar, dijo Brody, “la documentación de los crímenes, la información sobre las cadenas de mando del sistema que los perpetró”.
Los expertos abordaron preguntas específicas de una nutrida asistencia, muchos de los cuales estaban interesados en los crímenes cometidos en Nicaragua durante la represión a partir de abril de 2018. ¿Qué requisitos se tienen que dar para que un presunto criminal pueda ser llevado a la Justicia Universal?
Normalmente, hay dos condiciones para ello. En primer lugar, según aclararon los expertos, una vez que está claro que se trata de un crimen de lesa humanidad, el país donde se encuentra el perpetrador debe recoger en su legislación nacional el principio de justicia universal. Otra posibilidad es que sea una de las víctimas la que tenga la nacionalidad de un país que aplica la justicia universal, según explicó Bernabéu. Por ejemplo, si un criminal de Nicaragua (que no reconoce a la Corte Penal Internacional) viaja a otro país que sí lo reconoce, o hay una víctima con la nacionalidad de ese otro país, podría dictarse una orden de captura y juzgarse. Pero hay más posibilidades a explorar, según Brody, como la creación de tribunales especiales en una región.
El caso Pinochet, en 1988, tras la creación de la Corte Penal internacional, fue un parteaguas en la justicia universal. Entonces, solo era necesario el crimen, en sí, para poder activar el caso en la jurisdicción de los tribunales de cualquier país que acogiese la justicia universal, como en el caso de España. Después del juicio a Pinochet, se fue reduciendo este principio, según explicó Bernabéu, y algunos Estados impusieron trabas de tipo técnico que dieron, como resultado, que, actualmente, solo se pueda aplicar si se cumplen las dos condiciones descritas previamente.
En cualquier caso, no se puede permitir “la negación de las víctimas, que es perpetuar la impunidad”, expresó Bernabéu, quien además llamó la atención sobre la arrogancia que caracteriza a quienes cometen estos crímenes: “Nunca he visto a uno solo que admita verdaderamente su culpa o muestre arrepentimiento ante un tribunal”. Pero el hecho de que algunos acaben sentados frente a un juez ofrece un mensaje esperanzador sobre no perpetuar la impunidad.
La otra gran cuestión que se abordó en este diálogo fue si se debe apuntar a los cargos más altos o a los de menor grado en el escalafón de la cadena criminal. Ambos expertos coincidieron en señalar que eso depende de la estrategia más conveniente en cada caso y país. Las posibilidades y las consecuencias dictaminan esa estrategia. El problema que se dio a partir de 1998, con lo de Pinochet, recordó Brody, es que hay tantas injusticias en el mundo y tan pocos espacios donde canalizar la justicia universal que a veces se cometen errores de cálculo.
El experto de Human Right Watch señaló que España y Bélgica se convirtieron en los países adonde se dirigieron una multitud de causas desde muchas organizaciones, víctimas y rincones del mundo. La peculiaridad de estos dos países es que permitían iniciar un proceso contra un criminal, sin que este estuviera presente en el territorio. Eso permitió al juez Garzón iniciar el caso contra Pinochet y pedir su extradición. El problema vino, añadió Brody, cuando se empezó a apuntar hacia los crímenes cometidos por personas de Estados Unidos o China. Las dos potencias ejercieron sus presiones y acabaron por hacer que Bélgica y España se echaran atrás.
En muchos casos, cuando se quiere perseguir a los mandos más altos, se puede dificultar o impedir todo el proceso. También se puede apuntar a cargos medios o bajos. “Recientemente, en Alemania, se juzgó a uno de esos mandos sirios, lo que permitió analizar profundamente el sistema de represión que se ha desarrollado en ese país”, explicó Brody. Ya hay causas abiertas en varios países contra criminales sirios. Todo ello puede alentar relativamente a la comunidad de las víctimas del largo conflicto de ese país de Oriente Próximo.
Carlos Dada recalcó al final que el trabajo de expertos, como Bernabéu y Brody, representan un mensaje de esperanza: “Las víctimas no están solas”. La movilización y la documentación sistemática y constante son claves para que estos procesos prosperen. En otras partes del mundo siempre hay gente dispuesta a acompañar la lucha que no deje impunes los crímenes de lesa humanidad.
Una patria para vivir
Se presenta en España un documental que se realizó durante los primeros meses tras el levantamiento de abril de 2018 en Nicaragua. Numerosos testimonios dan cuenta de la heterogeneidad de la primavera nicaragüense y de la represión sufrida.
Javier Sancho Mas
@jsanchomas
Todo empezó con un bosque ardiendo. En marzo de 2018, la reserva Indio Maíz, uno de los pulmones tropicales más importantes de Nicaragua, sufrió un incendió durante días. La pasividad de las autoridades soliviantó a muchos jóvenes que salieron a las calles en defensa pacífica de su medioambiente. Poco después, aquella propuesta se unió a la de muchas personas mayores en contra de una reforma a la ley del seguro social, que recortaría sus limitadas pensiones. Todo el país empezó a vivir en una efervescencia parecida a la primavera árabe, versión centroamericana.

De inmediato, la respuesta de grupos violentos adeptos al régimen de Ortega y Murillo se desató contra mayores y jóvenes. Las escenas sangrientas fueron registradas en vivo por cientos de cámaras. Y eso hizo que mucha más gente saliese a la calle indignada. La represión sólo acababa de empezar. Llegaron pronto los primeros muertos, como un niño de 15 años, Álvaro Conrado, que recibió un balazo mientras llevaba agua a los estudiantes que se refugiaban de los ataques. Una clínica del sistema público le cerró las puertas y no pudo conseguir la atención médica de urgencia que necesitaba hasta más tarde.

Nicaragua no ha logrado salir de los últimos puestos en el índice de desarrollo humano de la región. Y entre las causas y las consecuencias está la degradación de su democracia hacia un régimen familiar y autoritario, como la dictadura contra la que el mismo Ortega luchó en sus días de juventud. Han pasado tres años del levantamiento de abril de 2018. El próximo 7 de noviembre están previstas unas elecciones que, de momento, se rigen por un sistema totalmente controlado por la pareja presidencial, Ortega y Murillo, quienes llevan 14 años gobernando y aspiran a un cuarto mandato consecutivo.
Como explica Daniel Rodríguez Moya, autor del documental Patria libre para vivir, los jóvenes que se levantaron en 2018 son los hijos y nietos de los que hicieron la revolución de 1979. El documental rescata el testimonio de muchos de esos hijos y nietos, entre otros estudiantes, intelectuales y exiliados.

La mecha que despertó el interés de Rodríguez Moya fue un recuerdo y unas palabras, como nos comenta desde Granada, donde reside: “Al ver a los jóvenes en las calles, que hasta ese momento se les criticaba por la poca implicación que parecían mostrar ante la situación del país, recordé lo que me dijo Fernando Cardenal, en una entrevista que le realicé cuando presentó sus memorias en España: ‘Los jóvenes volverán a las calles para hacer historia’. Esa entrevista que le hice se publicó también en Nicaragua y la frase se convirtió en grafitis en los muros de Managua”.
Rodríguez Moya es un poeta y periodista andaluz, con fuertes vínculos con el país centroamericano. Este 14 de abril comienza su presentación en España, en la Casa Encendida de Madrid, después de que la gira fuese interrumpida por la pandemia, tras haberse proyectado en Francia, junto a la activista Bianca Jagger.

A Rodríguez Moya, quien ha estudiado a fondo la historia de Nicaragua, durante los últimos 15 años, desde el ámbito académico, literario y periodístico, le inquietó, según declara “la deriva dictatorial evidente desde la vuelta al poder de Ortega en 2007 y la ausencia de una alternativa que pudiera hacerle frente. Cuando vi las primeras imágenes del 18 de abril de 2018 intuí que estaba empezando lo que por tanto tiempo se estaba esperando y de lo que tantas veces había charlado con mis amigos nicas. Patricia Flakoll Alegría, hija de la gran poeta Claribel Alegría, me dijo, en una charla en Granada: ¿qué haces que no estás en Nicaragua para poder ver y contar todo lo que está pasando? Solo necesitaba que alguien verbalizara lo que empecé a pensar el 18 de abril”.
Las circunstancias en las que se grabó el documental fueron peligrosas. Durante un tiempo, el equipo de Rodríguez Moya pudo pasar desapercibido y realizar más de 50 entrevistas en los lugares donde estaban muchas de las personas que eran perseguidas por el régimen. Pero “un error de seguridad nos dejó vulnerables”, recuerda, “y recibí una llamada de alguien que manejaba una información: ‘Saben que estáis grabando una película y ya están buscándoos. Tenéis que salir del país ahorita’. A las pocas horas de esa llamada estábamos ya en San José. A quién nos avisó, no dejo de agradecerle que esa salida precipitada nos permitió, además de evitar un susto, el contar con unos días en Costa Rica en los que poder documentar el drama del exilio”.

Tres años después de la crisis sociopolítica y de derechos humanos, más de 100.000 nicaragüenses han solicitado asilo en terceros países, según confirma el último informe de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, publicado en febrero de este año. En el país viven algo más de 6 millones de personas. Sus rutas migratorias tradicionales han sido las de Costa Rica, Panamá o Estados Unidos, pero desde 2018, Nicaragua se convirtió en el cuarto país con más peticiones de asilo en España, después de Venezuela, Colombia y Honduras.
Con más de 300 personas muertas (aunque otras fuentes estiman en 500), 2000 heridas y 1614 privadas de su libertad arbitrariamente, el país, según el informe de Bachelet, sufre graves consecuencias “de dimensiones económicas y humanitarias, exacerbadas, últimamente, por la pandemia de la COVID-19 y, en noviembre de 2020, por los huracanes sufridos en Centroamérica”. En sus recomendaciones, la ONU urge a realizar reformas profundas en el sistema electoral, sin las cuales no se puede garantizar elecciones libres.
El levantamiento fue heterogéneo y multicolor: desde la iglesia católica a los colectivos feministas y LGTBI, junto a estudiantes y campesinos. El clamor por la salida de Ortega y la vuelta a una democracia real fue masivo hasta que la represión y el hostigamiento aplastó cualquier posibilidad de protesta pacífica. El documental de Rodríguez Moya recoge también uno de los últimos testimonios grabados del poeta y sacerdote Ernesto Cardenal (fallecido en 2020), junto a los de Sergio Ramírez o Gioconda Belli, entre otros

Han cambiado las palabras. Los jóvenes de las protestas en las calles de Managua revirtieron los viejos eslóganes de sus padres y abuelos sandinistas. De ese modo, el “patria libre o morir” se convirtió en “patria libre para vivir” cuando se enfrentaron a la represión, desarmados, en su mayoría, a sabiendas de los traumas heredados por sucesivos conflictos en el país y en sus familias. Pero la represión de la policía y los paramilitares no ha cesado aún.
De entre las vicisitudes que pasó para realizar este documental, Rodríguez Moya recuerda sobre todo la ética de muchas de las personas entrevistadas. Y también el dolor: “Cuando Yader Vásquez me contaba cómo asesinaron a su hijo Gerald, de 19 años, no pudimos seguir hablando, ni él ni yo. Solo nos dimos un abrazo. Largo. Y ahí es cuando entendí de verdad que no puede haber impunidad otra vez en Nicaragua, que sin justicia ante estos crímenes es imposible construir una democracia”. Todo eso está pendiente en Nicaragua, tanto las reformas como las viejas aspiraciones del ideal al que el país aspiró en su día, y que muchos jóvenes y mayores retomaron hoy con palabras renovadas.
El documental se podrá ver en Madrid, el 14 de abril, a las 18:00 horas en La Casa Encendida (Ronda de Valencia, 2) de Madrid. El viernes 16 de abril, en la Universidad Francisco de Vitoria, a las 12 horas. Por la tarde, también se proyectará en la facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense a las 15:30.
Las nefastas consecuencias de no cerrar las aulas durante la pandemia en Nicaragua
La decisión del Gobierno de mantener las clases presenciales ha tenido un impacto negativo en la calidad de la educación y en la salud de alumnos y docentes, pero la población teme denunciar los fallos del sistema debido a la represión en el país
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Nicaragua ha sido el único país de América Latina que tomó la decisión de mantener las aulas abiertas para los 1,2 millones de alumnos de primaria y secundaria en el sistema educativo público del país desde el inicio de la pandemia. Exigió la modalidad presencial y desincentivó las medidas de confinamiento en una población general que supera los seis millones de habitantes. La mayoría depende de la economía informal y el país, además, está sumido en una crisis sociopolítica y de derechos humanos desde hace dos años.
En el informe Covid-19 y educación, elaborado por la Unesco y la Comisión Económica de América Latina y Caribe (Cepal) en agosto del año pasado, se cifraba en 160 millones de estudiantes los que pueden haber dejado de ir a clases en toda América Latina. Y aún hoy hasta 114 millones siguen sin poder acudir. En teoría, no están incluidos los de Nicaragua, pero en la práctica las cosas fueron distintas, según han constatado para este reportaje varios expertos, docentes y alumnos, muchos de los cuales han pedido ocultar sus nombres.
Empezamos por uno de los protagonistas de esta situación. José Salazar tiene 15 años y vive en el Reparto Schick, uno de los barrios con menos recursos de la capital, Managua. Empezó el año escolar en febrero en un colegio público. A pesar de que en ese centro no se pagaba matrícula, su madre, Luz Guido, tomó la decisión de cambiarlo a uno privado de un barrio aledaño, por “el temor de algunas cosas que he visto y me ha contado él”, según Guido. Hacinamiento en las clases y en los transportes públicos, y falta de medidas higiénicas y preventivas son algunas de esas “cosas” a las que se refiere Guido, y que confirma su hijo: “En mi aula (de cuarto de secundaria), estábamos 39 alumnos. Aunque los profesores nos aconsejaban guardar distancia de seguridad, no se podía porque no había espacio”.
El colegio privado al que ahora asiste Salazar cuesta unos 800 córdobas mensuales (alrededor de 19 euros), y junto a los costes de transporte suman 1.200 córdobas (29 euros), lo que supone una cuarta parte, aproximadamente, de lo que gana Guido trabajando sin contrato, como empleada en varios hogares en los que, dependiendo de las horas, su salario oscila entre 42 y 96 euros mensuales. “Estoy más tranquila con mi hijo en el privado” asegura, a pesar del golpe económico.
La diferencia fundamental más allá del gasto, según explica Salazar, es que en el privado ahora las clases son semipresenciales. “Somos 22 alumnos en total, pero vamos en grupos de 11 y, claro, podemos estar a más distancia unos de otros. Alternamos los días. Por ejemplo, esta semana a mi grupo nos toca ir lunes, miércoles y viernes; la siguiente, iremos martes y jueves”.
Para Josefina Vijil, especialista nicaragüense en Educación, la pandemia ha supuesto una tragedia educativa porque ha retrasado ampliamente el objetivo del acceso universal a la educación pública. “En Nicaragua, muchas madres y padres de familia tomaron la decisión de no enviar a sus hijos a clase para preservar la vida”.
El Ministerio de Educación no ha facilitado hasta la fecha cifras de afectados por la covid-19 en el alumnado y los docentes. Tampoco se encuentran informes detallados sobre el resultado de la decisión tomada sobre el mantenimiento de las aulas abiertas. Para compensar las deficiencias del progreso educativo del alumnado, se pusieron en marcha unas “teleclases”, impartidas en algunos canales nacionales durante los fines de semana para algunos cursos de primaria y secundaria, pero tienen muchas deficiencias, según los expertos. A efectos de valorar el resultado de las medidas adoptadas, se le consultó al Ministerio en varias ocasiones para este artículo, sin recibir respuesta hasta el momento.
Esperanza (cuyo nombre real solicita ocultar) lleva trabajando más de 20 años en centros públicos. Recuerda los primeros momentos de la pandemia. “Aunque en Nicaragua parecía vivirse todo con normalidad, no dejaba de preocuparnos lo que veíamos en las noticias acerca de lo que sucedía en el resto del mundo. Y por haberlo tomado con normalidad, las medidas no me parecieron adecuadas en el sector educativo público. A los maestros se nos exigió seguir asistiendo diariamente en los turnos de mañana y tarde. No se facilitaron los equipos necesarios. Incluso algunos colegas temían usar mascarillas o guantes por alejarse de las recomendaciones oficiales de seguir con normalidad”.
Esperanza oculta su nombre “por el temor a recibir represalias como ya ha sucedido con los médicos del sistema de salud”, decenas de los cuales fueron despedidos tras expresar sus críticas con la falta de medidas adoptadas por el Gobierno durante los meses más duros de pandemia en el país. “Gracias a Dios, la mayoría de los padres fueron precavidos y no enviaron a sus hijos al colegio. En las clases que yo imparto, de noveno y décimo grado, el número de alumnos varía entre 30 y 60 por aula. Durante los primeros meses de la pandemia solo asistió un 25%, aproximadamente. Pero los docentes teníamos que venir al 100%. Por ello, las maestras y maestros nos preocupamos y tratamos de cumplir con un protocolo de seguridad y prevención que nosotras mismas elaboramos”. Ella, incluso, convivió con personas afectadas de coronavirus en su hogar y no pudo aislarse por temor a las represalias.
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Con el tiempo, según afirma Esperanza, el Gobierno reconoció un poco el problema e hizo más hincapié en el lavado de manos. “En teoría, existen recomendaciones sanitarias para docentes y alumnos, pero ¿cómo se van a cumplir cuando se permite que en un aula entren, en muchos casos, hasta 60 o más alumnos?”.
En su análisis sobre las consecuencias del cierre de escuelas, la Unesco alerta de numerosos aspectos negativos que van desde el retraso en el desarrollo educativo a efectos nutricionales y hasta el aumento de violencia sexual en el hogar, algo muy a tener en cuenta en contextos tan empobrecidos como el de Nicaragua. Pero la modalidad presencial, en medio de una pandemia, se enfrenta en Nicaragua a escuelas que no cuentan con los medios adecuados para mantener un mínimo de seguridad e higiene. Es difícil “cuando el 45% de las escuelas no tienen ni servicio de agua potable, y en el otro 55% es un sistema deficiente”, declara Jorge Mendoza, que es director del Foro de Educación y Desarrollo Humano, y actualmente está al frente de la coordinadora de organizaciones que trabajan con la niñez en Nicaragua (Codeni).
Según datos que recibió Mendoza, las autoridades reconocieron, en agosto del año pasado, que la asistencia a clases del sistema público se había reducido un 60%, a pesar de la política seguida por el propio Gobierno de mantener las clases abiertas.
Para Pablo C. (nombre ficticio por las mismas razones antes expresadas), docente de secundaria en un centro público de la capital, Managua, la experiencia de dar clases durante la pandemia fue “estresante”, no solo por el miedo al contagio, sino por cómo recomendar a las alumnas y alumnos que no asistieran a clase, con mensajes subliminales, que no pareciesen contrarios a las directrices gubernamentales. “Un alto porcentaje del alumnado captó el mensaje. En los días de pico, en mi clase, acudieron cinco estudiantes de un total de 35. Y eso, a pesar de que el Ministerio nos impulsaba a llamarlos a todos a clase”.
Durante ese tiempo, continúa Pablo, “hicimos guías de apoyo. No eran clases virtuales. Solo podíamos responder dudas y preguntas por WhatsApp, algo que no estaba dentro de las directrices del Ministerio, pero es lo que hicimos”. Actualmente, según observa el profesor, las medidas de prevención se han relajado bastante. “Las decisiones de las autoridades están muy politizadas, por lo que es difícil valorar imparcialmente las medidas adoptadas en el sistema educativo. La estrategia de las autoridades en minimizar el riesgo o apostar, como decían algunos colegas con posturas más afines al Gobierno, por la autoinmunización me pareció un error. Y para defender esa idea, algunos iban sin mascarilla”.
¿Y cuántos infectados y muertos por covid-19 hay en el país? La disparidad de datos entre las cifras oficiales del Ministerio de Salud (Minsa) y la de fuentes independientes es muy grande. Tras un año de pandemia, el Minsa informa de algo más de 6.500 contagios, mientras que el Observatorio Ciudadano de Covid-19, en el que colaboran expertos e investigadores independientes, publica una cifra que es más del doble de la oficial. En el caso de fallecidos, las autoridades los cifra en poco más de 175 y el Observatorio publica más de 3.000. En cuanto a maestros, algunas estimaciones varían entre cerca de 50, según informes internos del Ministerio –que no da datos– y más de 300 muertos que estiman las uniones sindicales del gremio.
Sobre el enfoque del sistema educativo nicaragüensefrente al coronavirus, Josefina Vijil estima que “cuando no se reconoce la gravedad del problema, o se minimiza, no se ponen soluciones que permitan la adecuación y la adaptación de la enseñanza a los niveles de los alumnos. El Gobierno no ofreció respaldo ante la realidad de muchísimos niños que quedaron fuera del sistema público. Pero ante la falta de recursos, la mayoría de los padres lo tuvo claro: lo primero fue preservar la vida”.
Nota a los lectores: leer el articulo en EL PAÍS
El muerto viviente
“La continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el fin de los gobiernos democráticos. Las repetidas elecciones son esenciales en los sistemas populares, porque nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía”.
Simón Bolívar. Congreso de Angostura. 1819.
En una sesión ante un grupo de jóvenes que habían sufrido agresiones de todo tipo, la terapeuta dijo una frase consabida que se recita seguramente en muchos libros de autoayuda. Y me gustó: “Si hago planes para un día con sol, y amanece lloviendo, sé que es frustrante porque no puedo cambiar la lluvia, pero sí mi actitud ante la lluvia”.
Después de dos años de intentos por vías pacíficas, políticas o diplomáticas, cuando despertamos, el dinosaurio sigue ahí, “aunque nos duela”. Sobrevivir a las balas, a la pérdida de seres queridos, a la posibilidad de la muerte y el horror, deja secuelas y traumas que alargan la existencia de un fantasma que habita en todos nosotros. Su ser real y vivo puede haber desaparecido hace mucho más tiempo del que imaginamos, pero nuestros miedos o el recuerdo del dolor, lo revive y hace que los sintamos de veras muy cerca.
Daniel Ortega es un muerto viviente. Todo él es pasado. Y todo lo que toca, él y su círculo zombi, se envenena con la muerte. No hablo de la persona, porque esa persona no sé si existe, hablo de esa imagen que sale del castillo del Carmen de tanto en tanto con ruidos de cadenas y de muerte.

Lleva medio siglo generando muerte. Desde que ingresó a las filas sandinistas le rodea la muerte. No ha podido manejar la administración del Estado sin que provoque muertes o enfrentamientos violentos. Toda la paz y el amor que vocifera su esposa a su paso no hace más que incrementar el desfile macabro. Salen de las tumbas de un pasado al que Nicaragua sigue sometida. Ortega y Somoza son el mismo fantasma de un pueblo al que se le ha negado el derecho a convivir en paz y democracia y a tratar de salir de la pobreza por vías dignas y respetuosas. La necesidad de un macho-líder con rango militar sigue atenazando el futuro, rodeado por zombis. Desde la lejanía, la advertencia de Bolívar se derrumba en este país desafortunado.
Quedan solo cuatro dictaduras en el mundo que hablan español, tres en América Latina (y las tres se autoproclaman socialistas: Cuba, Venezuela y Nicaragua) y una en África (Guinea Ecuatorial). Tanto el guineano Obiang como el nicaragüense Ortega tomaron el poder hace más de cuarenta años. Los Castro, en Cuba, más de medio siglo. A derechas e izquierdas siempre el mismo patrón, sin ninguna diferencia. Todas las dictaduras están soportadas por un ejército y policía a la orden y servicio de sus líderes, todos hombres por supuesto. Un ejército de zombis, como los que vimos salir a las calles de Managua a disparar a niños y niñas, a jóvenes y ancianos, a iglesias y universidades.
En aquellos días del levantamiento de abril y mayo, cuando parecía cercano el fin de la era de los muertos vivientes, imaginé, en una duermevela, que el pueblo entraba en las dependencias del Carmen, que atravesaba los jardines y salones del partido y las habitaciones de quienes allí vivieron. Y para su sorpresa, descubría que todo estaba lleno de telarañas, como si allí no hubiese vivido nadie en medio siglo. Y entonces nos dimos cuenta que habíamos convivido con un gobierno de fantasmas.
Por eso, cuando los medios empiezan a especular sobre hipótesis de enfermedades o sobre por qué Ortega no sale a hacer declaraciones durante semanas y meses, vuelvo a pensar en ello. ¿Y si se le ignora completamente, como hizo de hecho gran parte de la población durante los días del pico de la pandemia?

Los muertos vivientes no tienen nada que decir. Sólo pueden traer pasado del pasado. Es aconsejable no jugar a la güija con ellos. No reclamar su presencia, si no es para llevarlos ante la justicia de la vida. Sólo pueden ofrecer podredumbre y miseria. Como ahora. Ante un crimen atroz de un perturbado contra dos niñas, la única respuesta es sacarse leyes del pasado, porque en la muerte no hay imaginación ni vida. Aprovecharse de un hecho atroz, en un país que ellos mismos han degradado, para cargar contra la oposición, comparando un crimen atroz con un levantamiento popular, es el recurso violento y desesperado de quien necesita de la sangre de los otros para seguir viviendo.
La superación de los traumas atraviesa fases de convivencia con el horror. La dura enseñanza de amaestrarlo, de endurecer la piel hasta, finalmente, perderle el miedo no es un camino fácil. Pero viendo a decenas de personas que, sin afiliación ni organización política ninguna, se enfrentan solas, absolutamente solas, a la policía zombi de la familia dictatorial de Nicaragua, compruebo la capacidad de resistencia de la vida frente a la muerte. Siempre hay alguien que graba parte de ese enfrentamiento en su celular y nos permite observar, por unos segundos, a través de las redes, la valentía y la audacia con que la gente defiende su libertad. Puede ser una vendedora del mercado con banderas azul y blancas, o un hombre trabajador en su moto. Puede ser una joven estudiante en la prisión, o una anciana que no dobla su rodilla, aunque la arrastren o la empujen hasta una camioneta. Esas personas aún nos mantienen en la esperanza de encontrar juntos el antídoto para curar al país de los zombis del pasado.
Un fantasma, un dictador pequeño y manipulador, como es Ortega, se alimenta del miedo, porque ya no le queda ningún resquicio de ideal o épica a la que agarrarse. Ha sido la causa directa o indirecta de miles de muertos, miles exiliados, y miles de heridos. Más de 40 años con pocos momentos sin violencia.
Un día de estos, no será dentro de mucho, cuando despertemos, el dictador no estará ahí. Veremos que los fantasmas sólo sobreviven en el miedo, la necesidad o la cobardía. El Carmen, veremos, será un viejo complejo de edificios vacíos y polvosos. No sabremos cuánto tiempo habrá pasado. Cuándo dejó de existir. Cuánto tiempo pasó infectando a otros hasta rodearse de su ejército de muertos vivientes. Ellos, fantasmas de uniformes del pasado, quieren robar el futuro de un pueblo. Son parte de una pesadilla de la cual despertaremos, aún aturdidos, magullados, doloridos, sin saber cuánto tiempo hará pasado. Abriremos los ojos. Y no estará ahí. Será entonces el tiempo de la justicia y la verdadera reconciliación con el presente y el futuro. Y tendremos que cambiar muchas cosas, cuidarnos nuevamente para que no vuelvan a despertarse los muertos cuando nos quedemos dormidos.
La costurera de los pijamas azules
Gracias a la visita del grupo de eurodiputados la semana pasada a las prisiones, pudimos comprobar nuevamente la enorme dignidad que reside en los presos políticos por ejercer la libertad y los derechos más fundamentales.
Fue conmovedor ver en los ojos de jóvenes como Amaya Coppens la resistencia. Y también reencontrar a Lucía Pineda Ubau, nuestra “Chilindrina”, el rostro pálido, junto a compañeras, animando a resistir desde su cárcel. Y descubrir sin tapujos la enorme crueldad ejercida contra el periodista Miguel Mora para dejarle sin la luz del sol ni la luz eléctrica con la que leer una Biblia. Fue lo único que pidió el eurodiputado Ramón Jáuregui a la dirección del Chipote: “Luz y una Biblia para Miguel Mora”. ¿Habrá eso llenado de vergüenza o conmovido algún resorte de la lectora de la Biblia Rosario Murillo, y de quienes aún la siguen?
Otro eurodiputado, Javier Nart, volvió a encontrarse con viejos compañeros de guerrilla y reconoció que valió la pena jugarse la vida por un pueblo cuya reserva moral se transmite de generación en generación.

No vimos a Medardo, ni a Edwin Carache, ni al maratonista Alex Vanegas. No vimos a tantos que aún permanecen en la oscuridad de esta noche roja y negra que se va quebrando con el alba. De algunos, seguramente olvidaremos sus nombres y sus historias pasarán a contarse en familia. Pero habrá algo que nunca olvidaremos: cómo nuestras hermanas y hermanos de los pijamas azules siguen sosteniendo la sonrisa, como si recogieran las de aquellos que perdieron sus vidas y esperanzas, las de los golpeados y abusados o los que ya no tienen fuerza de abrir los labios. Entendimos el mensaje invencible de la sonrisa blanca sobre pijamas azules, colores de bandera de este país-revolución.
No sé quién cose y plancha los pijamas azules que llevan nuestras hermanas y hermanos presos. Sea quien sea, me gustaría pensar que los cose como caricias. El día de mañana, esos pijamas serán parte de un museo de la dignidad. Ni siquiera sé si son hombres o mujeres los encargados de coser esos pijamas.
Me atrevo a sospechar que son mujeres. Aún arrastramos demasiado machismo como para imaginarlo de otro modo. Mi propia madre también cosió mucho tiempo y sé del amor que hay detrás de ese oficio. Así que imagino a una mujer cosiendo de noche esos pijamas azules, y le encomiendo una aguja que no hiera, una plancha que no queme. Estoy seguro que algún día, usted, madre (si así me permite llamarle), también contará la historia de cómo los doblaba, recién lavados con olor a patio de primeras lluvias; de cómo los enviaba con cuidado. Hágalo con honor, madre, no se avergüence. Esos pijamas van a vestir la piel de la dignidad de un pueblo.
Publicado en La Prensa, versión digital