Y más Literatura

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Si no hubiera sido por ellos, nada de esto habría sido posible. Sin esas mujeres y hombres que desde la trinchera de la cultura fueron abriendo las puertas de un país cerrado a gran parte del mundo. Sin los Seix Barrall o Carmne Balcells que refrescaron a la península con la forma de narrar y protestar de la otra orilla. Y sin revistas, como Cuadernos Hispanoamericanos e Ínsula, las decanas de las publicaciones culturales de España.

A pesar de que Cuadernos nació bajo el franquismo y con influencia falangista, sus directores y colaboradores contribuyeron a una transición que también se hizo y escribió, letra a letra, desde la literatura y la cultura en general. De hecho, su origen se debe, en parte, al nacimiento de otra revista fundada por exiliados españoles en México (Cuadernos americanos). Durante muchos años, para un autor, verse publicado en Cuadernos, ha sido como una especie de consagración.

LOS FRUTOS EXTRAÑOS DE LEILA GUERRIERO

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Podcast. Entrevista en Radio3. Efecto Doppler. Carátula y Más.

No permitía que la distrajéramos ni un segundo. Cuando ella estaba entrevistando a alguien. Toda su concentración estaba en la mujer que le hablaba. Estábamos en Zimbawe para un reportaje. Le acompañábamos el fotógrafo Juan Carlos Tomasi y yo. Y hubo alguna ocasión que nos pidió que saliéramos para dejarla sola con la mujer que había perdido un hijo, víctima del sida.

Eso nos cayó mal. Que fuese tan seria en su trabajo. Como si una entrevista fuese una cirugía a corazón abierto. Luego, la vi salir, grabadora en mano, hablando sola. Iba describiendo cada cosa que había visto en una choza donde no había nada. Sólo aquella mujer y el dolor. Leila Guerriero no tomaba notas. Sólo utilizaba, y sigue utilizando, como nos confirmó en la entrevista que reproducimos más abajo (en podcast) un grabador. Lo hace para no perder la mirada, para no dejar de fijarse en los ojos.

Y luego, viene el resto del trabajo. El combate con las palabras. Hay quien para escribir se pone guantes de boxeo, se calza zapatillas y se sube a un ring. Empezar un texto, encontrar la palabra, la frase justa (si es que existe tal cosa), a veces, cuesta sangre, sudor y lágrimas. Otras, llega en vuelo, como dada. Pero, en general, suele ser producto de un martilleo constante. De ese combate nos habla Leila Guerriero al inicio de Frutos extraños, recientemente reeditada por Alfaguara, donde compila algunas de sus crónicas y perfiles de las dos últimas décadas.

Ese texto de inicio se titula “Mi diablo”, y es su testimonio acerca de cómo se le metió la escritura en las venas. En esta entrevista desentrañamos con ella el arte de la escritura periodística, labrada con el mismo esmero que se dedica a la alta literatura. Es una maestra de la crónica. Nos corrió de aquella choza porque le desconcentrábamos. No olvidaré la vergüenza y el respeto que me hizo sentir ese día por el oficio de contar.

Julieta Laso. Martingala. “Fantasmas”


Las voladoras

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Imagina. Uno de tus miedos surca el vaho de la ventana y escribe tu nombre. Puedes romper el cristal, echar los restos de valentía y estrellarlos contra él. Gritar. Y después, el baile de la libertad o la locura de haber vencido, o del miedo a que aparezca otra vez tu nombre escrito en algún rincón oscuro que no quieres saber.

Ahora estás en la cordillera andina, o cerca de ella, en el Ecuador. Eres una mujer. Eres varias mujeres que danzan alrededor de las víctimas de la violencia o del abuso. Mujeres que se sacan la cabeza y danzan. O eres un padre, y además un chamán, que quiere resucitar el cuerpo de su hija. O eres una hermana que pregunta a su gemela: “¿A qué te sabe la sangre?”, y ella te responde: “Me sabe a lenguaje”.

A este universo onírico, de pavores telúricos nos lleva la joven escritora ecuatoriana Mónica Ojeda con su nuevo libro de relatos Las Voladoras, editado por páginas de espuma. Y nuevamente, da rienda suelta a la voz de mujeres que se enfrentan como víctimas o victimarias a los deseos más íntimos o al horror con la inmensa ternura de una prosa que seduce y acaricia. Mónica es una poeta que escribe en prosa, verso a verso. Le queda mucho universo por delante. ¿Seguirá buceando, como en sus novelas Mandíbula, o Nefando en las zonas más oscuras que no se pueden contar si no es a través de la literatura? Ayer le pregunté, recordando aquella frase de Nietzsche “si miras mucho tiempo al abismo, el abismo te devolverá la mirada”. Le pregunté en @EfectoDopplerR3, en la sección de Carátula y Más, si no le daba miedo escribir tan adentro del miedo. Aquí la entrevista


Dos amantes suicidas

 
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Las hermanas López-Baralt ahondan en la conexión metafísica entre el puertorriqueño Luis Palés Matos y el español Pedro Salinas.
 
La quería tanto. La quería toda. Más allá de la carne. Pedro Salinas el autor de La Voz a ti debida, ansiaba eternizar a su amada y amante (hoy ya sabemos su nombre, Katherine Reding, después de que la hispanista norteamericana lo confesara al final de su vida). El poeta español (1881-1951), que pasó muchos años en el exilio, entre Estados Unidos y Puerto Rico, le dedicaría sus versos más encendidas con la voluntad de despojarle de la mortalidad de la carne. Y eso pasaba por matarla. “Me estoy labrando tu sombra”, le dirá; “Te mato el paso”, le dirá.
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Pedro Salinas (España, (1881-1951)
 
 

Un recurso al fin de corte neoplatónico que no sorprende tanto en Salinas, que busca confundirse en la esencia del amor. Pero sí sorprende el influjo que pudo ejercer en el mayor poeta puertorriqueño del siglo XX: Luís Palés Matos (1858 – 1959). Fue más conocido por su ciclo de poesía afroantillana y por el “diepalismo”, ese estilo que imponía el ritmo y los sonidos onomatopéyicos del caribe sobre el verso. Una sensualidad que encantó a García Lorca, por ejemplo, que solía recitarlo. Es menos conocido por su poesía metafísica de madurez, que como recientemente alumbraron las hermanas y filólogas boricuas (Mercedes y Luce) López-Baralt, dialoga con la de Salinas. Y fue a tanto ese diálogo, que Palés Matos se convirtió en cómplice del homicidio poético al que le instigó Salinas. (Un favor en este punto: eviten si pueden interpretaciones de lecturas de género o a connotaciones crueles. Estamos hablando sólo de poesía. Y aunque la poesía no sea inocente, permitan un margen a otra mirada).

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El mayor poeta puertorriqueño del siglo XX: Luís Palés Matos (1858 – 1959).
 
 

El cuerpo muere y el verso vuela: La poesía metafísica de Pedro Salinas y Luis Palés Matos, es un ensayo literario que tiende un nueve puente entre ambas orillas del Atlántico. Y en ese puente, si físicamente fuera posible, debería lucir una placa en reconocimiento al trabajo de las López-Baralt. Mercedes, más experta en Palés; y Luce, más ducha en Salinas, emprendieron esta aventura de descubrirnos el más que posible diálogo poético entre ambos autores. Y lo más relevador, por supuesto, lo encontraron en sus obras.

Las fuentes documentales eran escasas. Así que las López-Baralt indagaron en archivos y testimonios diversos para extraer la inevitable relación que establecieron ambos poetas. Salinas fue profesor invitado en la universidad de Puerto Rico. Palés era un poeta residente. Hay recuerdos de quien los vio caminando por San Juan, platicando extasiados, olvidados de todo.

“(Los puertorriqueños) somos un enigma”

Para Luce López-Baralt, uno de los propósitos adicionales de este nuevo ensayo es “el de devolver a Palés a los lectores de España y de otros países para un mejor conocimiento del mayor poeta, sin duda, de Puerto Rico”.

Luce tuvo la atención de dedicar unos comentarios a Carátula, a su paso por Madrid, el año pasado, antes de que la pandemia trastocase los planes del mundo entero. Esta plática se quedó rezagada en su publicación y además no pudo contar con la voz de la coautora, Mercedes, a causa de un pequeño accidente que le impidió asistir a la presentación de la obra editada por Mandala.

Palés, cuya vida, desde su nacimiento en el 98, está ligada a la historia de Puerto Rico, ha sufrido también el olvido de ese territorio de la cultura hispana tan especial. “La literatura puertorriqueña viaja mal”, afirma Luce. “No la conocen en Estados Unidos, no la conocen en España. Un editor me decía: ‘Si tú firmas una novela, y pones en tu biografía ‘Ciudad de México, Nueva York o Buenos Aires’, te leen con más interés que si pones ‘San Juan de Puerto Rico’. Somos un enigma. A eso se añade que no tenemos embajada, ni instituciones de promoción cultural, aunque tengamos una cultura constituida”.

El ciclo dedicado a “Filí-Melé” (el seudónimo que utiliza Pales Matos para su amada, al contrario que la innombrada de Salinas) apunta hacia el mismo destino irreversible que resolvió su colega español. “Yo te maté, Filí-Melé”, le dirá. Ambos, Salinas y Palés, no renuncian a la belleza de la piel. No quieren hacerlo. Tampoco a la esencia espiritual de sus amadas. Lo quieren todo, junto, al mismo tiempo, y rechazan el destino de la muerte. Por eso las esculpen en versos, para tener la ilusión de inmortalizarlas. Renuncian incluso al goce y al dolor de no sentirlas cerca.

Que la obra de Palés Matos no fuese tan conocida como hubiera merecido en su tiempo también puede deberse a que el autor viajó poco. “Nunca fue a España. Sin embargo, la generación del 27 lo conoció bien”, afirma Luce, que ha indagado en las resonancias de la obra de su compatriota. “Vicente Aleixandre escribió páginas preciosas sobre él, al igual que Alberti; García Lorca lo recitaba, después de que conociera su poesía en La Habana, especialmente la del ciclo negroide. Y lo declaró el maestro del ritmo en lengua española. En 1930, durante un evento de recaudación de fondos para los presos políticos de América Latina, recitó la Danza Negra de Palés. Y le pedían que lo repitiese. Lo conté en la Residencia de Estudiantes, de Madrid, y casi nadie conocía la anécdota”.

“Calabó y bambú.
Bambú y calabó.
El Gran Cocoroco dice: tu-cu-tú.
La Gran Cocoroca dice: to-co-tó.
Es el sol de hierro que arde en Tombuctú.
Es la danza negra de Fernando Poo”.

Esos versos de Palés Matos quedan lejos de cualquier parecido con la obra de Salinas. Donde los autores se encuentran es en la poesía metafísica que el puertorriqueño desarrolla al final de su vida. ¿En qué momento entran en contacto? Luce nos da algunos detalles: “Se conocieron en la universidad. Palés era residente en la universidad. No hay demasiada información porque no se han conservado muchos documentos al respecto. Pero sí sabemos que eran amigos, que Palés asistía a la lectura de las obras de teatro de Salinas, la mayoría escritas en Puerto Rico. Hemos conocido a grandes amigos de Palés. Su hija recuerda que, una vez, Salinas y su padre caminaban dialogando con tal concentración e intensidad que ella se quedó unos pasos detrás, sin atreverse a interrumpirles. Lamentablemente, muchos de los que conocieron a ambos poetas ya no están vivos. Conocimos a gran parte de ellos, antes de albergar la idea de escribir este libro. Sin embargo, hicimos una investigación exhaustiva para poner a dialogar de nuevo a estos dos poetas en el libro.

Quién fue la amante de Palés Matos.

Si bien acabamos conociendo a la amante de Pedro Salinas, la destinataria de La Voz a ti debida, Katherine Reding, no sabemos quién fue Filí-Melé. Pero Las López-Baralt sí tienen esa información:

“¿Filí-Melé? Sí, la conocimos”, afirma Luce. “Mi hermana y yo le pedimos que hablase sobre Palés, y prefirió no hacerlo. No revelamos su nombre por respeto a su decisión. Nos dijo que ella no había escrito literatura puertorriqueña, pero la había protagonizado. Palés Matos la asesina en su célebre poema:

“Yo te maté, Filí-Melé: tan leve
tu esencia, tan aérea tu pisada,
que apenas ibas nube ya eras nieve,
apenas ibas nieve ya eras nada.

Cambio de forma en tránsito constante,
habida y transfugada a sueño, a bruma…
Agua-luz lagrimándose en diamante,
diamante sollozándose en espuma…

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En cuanto a Salinas, parece ser que Katherine Reding decidió acabar con la relación amorosa al enterarse de que la esposa del poeta había intentado suicidarse. Las cartas que se conservaron son una versión en prosa apasionada de La Voz a ti debida. En ella se inspiró la autora Julieta Soria para escribir una pieza teatral: Amor, amor, catástrofe, que se estrenó en 2019.

El acto homicida de los poetas, explica Luce, “no es algo que va contra la mujer, sino un gesto de amor para eternizar a la amada en la poesía. Lucrecio decía que la carne es separadora. Los poetas querían renunciar a las amadas para escribirlas. Es una reflexión sobre el hecho literario”.

Este nuevo ensayo de las López-Baralt arroja un desafío a la investigación literaria: el enorme campo de estudio que hay sobre la influencia de los poetas españoles de la generación del 27 que se exiliaron en América.

“Una de las grandes preguntas que se hacen los críticos es qué dejaron tantos poetas del 27, como Lorca, Alberti, Jorge Guillén, Pedro Salinas, en América. Eso no se ha estudiado tanto. Esperamos que este libro sea una contribución para ello. En Puerto Rico, al menos, sabemos que Salinas, además de sobre Palés Matos, influyó en Julia de Burgos o en Matos Paoli. El contemplado de ese grandísimo poema de Salinas es el mar de Puerto Rico frente al que está enterrado.

Queda el guante echado por las hermanas y académicas López-Baralt para quienes deseen recogerlo. Mientras, tanto, algunos, como el que esto escribe, hemos tenido la suerte de bucear por primera vez en la obra de Palés Matos, un autor que empezó escribiendo bajo la influencia de Darío o Lugones, desencadenó los versos poniéndolos a bailar al ritmo del Caribe, y acabó siendo coautor y cómplice de la mejor poesía amorosa y metafísica de todos los tiempos.

 


 

Ese dolor, ese amor del 73

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Pero mi amor se ha quedado aquí:

-Pegado a las rocas, al mar y a las montañas

-Pegado, pegado a las rocas, al mar y a las montañas.

Canto a su amor desaparecido. Raúl Zurita.

Fco. Javier SANCHO MAS

En un diálogo de la película El cartero de Neruda, dos discuten sobre si el poeta chileno es el poeta del compromiso o el poeta del amor. No recuerdo si dicho diálogo está en la obra original de Antonio Skármeta, pero esas dos mismas vertientes irradiaron en muchos de los poetas posteriores. Así los Cardenal, Benedetti, Claribel Alegría o Raúl Zurita. Este último, compatriota de Neruda y último premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.

Para quien no lo conozca, será un verdadero encuentro con una voz, una voz que arrastra cuerpos. 800 fueron los cuerpos de los presos con los que habitó en la bodega de un barco que sólo estaba habilitada para unas pocas decenas. De aquellos días y noches de tortura, de 1973, tras el golpe de Pinochet, Zurita extrajo una herida y un compromiso con la palabra y con la vida.

Fue en ese mismo año de 1973 cuando el uruguayo Mario Benedetti tuvo que emprender el camino del exilio por otro golpe militar. Y es en este, de 2020, centenario de su nacimiento, cuando dos obras, Un Mito discretísimo, de Hortensia Campanella, y una antología reunida por Joan Manuel Serrat, editada por Visor y Alfagura, que lo pondrán de nuevo en primera línea de vitrinas.

Fueron tantas las vidas que quedaron marcadas ese año crucial de 1973 que hasta produce temblor decir que uno nació entonces, con el baby boom, en ese año de tantas noches en el mundo, y que quedó en la historia como 2001, o 2008 o 2020. Es como haber nacido pidiendo perdón.

De Raúl Zurita hablamos en la sección #Carátula y Mas de @EfectoDopplerR3 y pudimos escuchar su voz “pegada a las rocas, al mar y a las montañas”.

Se me quedaron un par de frases del poeta que tienen que ver con la vida y la literatura:

“No busques el horror, porque, luego, lo acabarás encontrando y no escribirás un puto poema”. Porque tantos escritores han querido acercarse peligrosamente a lo que después sería imposible trasladar a palabras.

Y esta otra: “El horror es más grande que la palabra horror; pero el amor también es más grande que la palabra amor”.

Todos ellos, los Zurita, las Claribel, los Benedetti, Galeano o Ernesto Cardenal, nos han dejado citas para la memoria del amor y del dolor. Ya van quedando menos, muy pocos, de los que se enfrentaron con la piel y las palabras a aquel horror que sobrevino con ruido de sables en 1973, para acabar encontrando que el amor siempre es más grande que las palabras que lo dicen.

De ese modo, no me extraña que Zurita haya encontrado junto a su larga enfermedad de Parkinson otro motivo, otra relación con la que darle forma a su poesía: el rock. Con la banda chilena González y los asistentes, se ha subido a los escenarios a dejar huella de sus versos entre el aullido de guitarras eléctricas.

Estoy deseando ver el documental de Julieta Carmona sobre la vida y obra de Zurita. Se titula Verás no ver, como uno de sus veros.

Sin ser un gran lector de su obra, como le dije en su día a Claribel, le agradezco que me haya dejado al menos un verso, que es al fin la gloria de un poeta: que alguien recuerde alguna vez uno de sus versos y exprese lo que lleva dentro.

Para cuando me sienta hundido, fustigado, humillado, vencido. Para cuando no parezca que pueda recomponer mis pedazos o no quede nada de mí, tendré esos versos que dijo Zurita, amparándome, sabiendo que “mi amor se ha quedado aquí, pegado a las rocas, al mar y a las montañas. Pegado, pegado a las rocas, al mar y a las montañas”. Y estará a buen recaudo.

 


 

Ensayos de Toni Morrison – Efecto Doppler, Radio 3 por Fco. Javier Sancho Mas

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El pasado jueves, 3 de septiembre hablamos en efecto Doppler, de radio 3, @efectodopplerR3 del último libro, editado en español, de Toni Morrison, La fuente de la autoestima, una recopilación de ensayos, artículos o discursos. La sección en la que colaboro con Esther Ferrero está dedicada a la literatura iberoamericana sin fronteras. Tanto sin fronteras que empezamos hablando de una vecina del norte, que nos dejó en 2019. Aquí el podcast del programa y también lo que escribí sobre ella en la obra Cien novelas para siempre del siglo XX.

Toni Morrison. The Bluest Eye (1970)

Las Cien Novelas Para Siempre. De Fco. Javier Sancho Mas

Ahora soy consciente del riesgo que corro en decirles lo que les voy a decir. No sé si acabaré arrepintiéndome de intentar explicar lo que no se puede explicar en una crítica literaria. Les pido tengan paciencia y sepan perdonar mis pocas luces para llegar al meollo. Y les pido la colaboración y el beneficio de no tomar en cuenta mis palabras al pie de la letra, sino lo que ellas, con mi torpeza, quieren decir.

Comenzaré por advertir que en esta novela se encuentra una de las escenas más impactantes que haya podido leer nunca, que es en la que se narra la violación de la niña protagonista por su propio padre. Como resultado, la niña queda embarazada y el final del bebé es previsible. Seguiré comentando que esa escena contiene elementos de violencia, desesperación, que son siempre parte de un hecho criminal como este, pero también de ternura. Y de una compasión que escapa a todo prejuicio que se forme en un tiempo y lugar diferentes a los que concurren cuando se produce el hecho tan imaginario como real.

El padre pasa de cuestionarse la culpabilidad por la infelicidad de su hija a tener deseos de violarla, sin hacerle “demasiado daño”, como si fueran compatibles la mezcla de lástima, furia, lujuria y ternura, un remolino que lo está volviendo loco. Así mismo, terminaré asegurando que, en esa escena, por extraño que parezca, encontré mi propio argumento para explicar esta vocación de compartir parte de la vida con la literatura, tanto al leer como al escribir. En ella se halla contenido el sentido de esta artesanía y oficio de palabras: si de algo sirve es precisamente para contar aquello que no se puede decir de otra manera.

Descubrí a Toni Morrison hará más de veinte años, cuando estaba en el culmen de su carrera literaria, después de que le hubieran otorgado el premio Nobel. La primera mujer afroamericana de Estados Unidos en obtenerlo. Leí entonces su primera novela y después, no dejé de volver a ella, como la fuente de toda su esencia.

Toni Morrison recogió y expandió la tradición, ambiente y evolución de la cultura negra norteamericana desde mediados del siglo XIX hasta nuestros días. Y aunque nos dejó en 2019, quedó como un tótem de la literatura afroamericana para siempre. Habría que buscar muchos otros antecedentes que fueron glorias más efímeras, como el poeta Paul Laurence Dunbar, tal vez el primer escritor de color que se ganó la vida con la literatura, o contemporáneas como Maya Angelou.

Las bases de esa tradición literaria están en el dolor, en la herencia de la esclavitud y la opresión a la comunidad afro. Pero la voz para contarlo había estado principalmente en boca de blancos, como Harriet Beecher Stowe y su Cabaña del Tío Tom, o Mark Twain, por ejemplo, con Mark Twain o Huckleberry Finn, ambas causantes de controversias aún en nuestros días, pero de un valor indudable en cuanto a retrato vívido de la relación de los afroamericanos con el resto de la sociedad estadounidense de la segunda mitad del XIX.

Imagino que el Premio Nobel otorgado a nuestra escritora llevaba consigo más nombres: el de todos los autores de su país que habían puesta la imaginación y la voz para contar la epopeya negra de Norteamérica, trasladando al papel la expresión de un largo sufrimiento.

La Nobel Morrison tuvo el acierto de tocar la médula de los conflictos raciales (aunque ella rechazaba la categoría de “razas”, al solo existir una raza, la humana), que vuelven y se revuelven, como estamos viendo en estos días de la era Trump.

Morrison escribió sobre los resentimientos que quedan por las formas grotescas de relación entre las comunidades blanca y negra. Hoy, la comunidad latina ha superado en número a la comunidad afro nacida en Estados Unidos. Figuras literarias como Julia Álvarez han trazado ya un camino al que le queda mucho por asfaltar hasta llegar a la potencia de la literatura negra. Ambas comunidades, aun mirándose con recelo, comparten en gran medida la marginalización de muchos de sus vecindarios, los nombres de los soldados muertos en combate muy lejos del país, los nombres y números de los internos en las prisiones de EE.UU., o muchos de los caídos en las Torres Gemelas.

En las novelas de Morrison se despliega una cultura plagada de complejos, de risas, de lazos indisolubles, de pasiones, de pastores adornados con sus collares de oro macizo influenciando políticamente a la comunidad a través de la religión; veremos las supersticiones y las creencias mágicas heredadas de los ancestros del otro lado del Atlántico. Y algunos momentos nos olerán a realismo mágico (por esa sintonía que se estableció entre la literatura sureña, sobre todo Faulkner, y el latir de los García Márquez o Isabel Allende). En Beloved se sentirá algunos aires que recuerdan a la Casa de los espíritus.

Veremos en Morrison violencia, mucha violencia, que no ha dejado de acompañar a esta institucionalización de la marginalidad en que ha vivido esta otra cultura en EE.UUU. Pero lo que Morrison destaca y saca a la luz no es precisamente el conflicto anglosajón-afroamericano, sino los conflictos internos de su comunidad, la búsqueda desesperada de la identidad entre los mismos negros (“Hay que quitarse ese hombrecito blanco que te acompaña por encima del hombro”, solía decir).

Y es ahí, donde la obra de Morrison se convierte, paradójicamente, ya no en una representación de la cultura negra, sino que tiene un alcance mucho más amplio. Habla de todos nosotros y nosotras. Su escritura parece nacer de un vientre materno, repleto de historia. Morrison denuncia con la misma fuerza las cadenas foráneas y las propias. Y contiene en sus obras la justa ambigüedad, que es la característica común de las obras literarias que valen la pena. Sula; Beloved; Jazz; Paraíso, en todas estas novelas vamos a encontrar la misma raíz de una obra que no se puede reducir a una sola novela.

Yo creo que es en la primera, The bluest eye, donde Morrison expone con más frescura y naturalidad la sensación de incomprensión, de vacío, confusión, frustración, mutilación e inocencia de una humanidad que viene al mundo y es desechada desde el principio, sin ninguna explicación. Una humanidad que tiene que ponerse a caminar donde nadie le acepta. Esta humanidad está contenida en la pequeña Peccola, en su historia, en su familia rota, en sus vecinas: las tres inolvidables prostitutas que hacen las veces de maestras de vida un tanto peculiares.

En sus oraciones y deseos de tener ojos azules, para que así la gente la mirara, la quisiera, como a Shirley Temple, hemos estado todos algunas veces. Todos hemos sido Peccola. Es fácil verla ahí, en medio de la calle, en algún semáforo con la mirada perdida, bajo el vacío inmenso de un cielo que es el único lugar que queda al que dirigir la pregunta: ¿por qué vivir en un mundo que te rechaza sin razón lógica y aparente? ¿Por qué vivir para sufrir las deudas de un lugar y un tiempo anterior?

La voz narradora de Claudia, la niña que cuenta la historia de Peccola, dice que al no poder enfrentarse y entender el porqué de los hechos, es mejor buscar refugio en el cómo. Tal vez en el relato, en el proceso de contar, se encuentran algunas respuestas.

Cuando releía The Bluest Eye, yo estaba en Managua, ciudad en la que entonces vivía. Mi novia era residente en un hospital al que había llegado una niña que acababan de encontrar junto al lago. La habían violado. Quisieron los doctores hacer un regalo. Al preguntarle, expresó que su deseo era tener una muñeca con el mismo color de su pelo, “y que fuera nueva”, sin ninguna mancha o arruga en el vestido. Tenía siete años. Fui a comprarle la muñeca y a llevársela. Me incliné sobre la cama donde estaba para darle un beso en la mejilla. Hasta ese instante no caí en la cuenta de que aquel gesto podría haberle producido una reacción de espanto.

Al contrario, la niña se abrazó a la muñeca y no se asustó. Como decía al principio, no sé cómo explicarlo. Siempre se fracasa con las palabras. Sentí que la novela de Morrison seguía escribiéndose con la misma crudeza de una realidad latente que nos deja atónitos, pero también con la sorprendente aparición de la ternura, que es el único traje con el que a veces se viste la esperanza.

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