Escuchar Podcast Carátula y Mas en Efecto Doppler Radio 3:
Ayer, Juan Casamayor, editor de Páginas de Espuma, decía que leer, editar, y escribir es un acto político. Lo decía por la colección de relatos de autoras del ámbito iberoamericano que escribieron al margen del boom, y que se publican en la antología Vindictas, coeditada con la UNAM de México, donde surgió la iniciativa coordinada por Socorro Vanegas.
Pero otras veces, digo, el fragmento de una obra viene a auxiliarte, como para darle nombre a una pena, a un dolor, o a la dimensión de un vacío. Y otras, explota con una palabra olvidada que ilumina un recuerdo, y trae la felicidad esponjada en una magdalena. Me sucedió al leer un fragmento de María Luisa Elío, una de esas mujeres, de obra breve y vida fascinante, que es parte de la historia del exilio español en América. Fue pionera en llevar al cine la experiencia del exilio español con la película Balcones vacíos. A ella le dedicó García Márquez Cien años de soledad. Vindictas es fruto del esfuerzo de Socorro y Juan, que le han robado horas al sueño. Y yo les agradezco el esfuerzo, al menos por lo que me ocurrió ayer.
Llevaba unos días tratando de escuchar en mi cabeza la voz de mi padre. La echaba de menos. Su voz. Volver a oír la modulación de sus respuestas, o de sus provocaciones. Tenía una voz bonita. Declamaba con voz de trueno y sabía dirigirla hacia la cuerda afectiva que indicaba la palabra. Pero se me había olvidado un poco. Y quise escucharla, su voz, la de él. No pude recrearla. Y me sentí más solo, como cuando me dijeron, al volver de clase, aquella vez, que se lo habían llevado en una ambulancia al hospital. Como entonces.
Ayer, leí el texto de María Luisa Elío, titulado “Locura”. Ella tratando de recuperar la voz de su madre y yo la de mi padre. Y al final descubrí porque no la pude, o no la quise encontrar donde yo sabía que estaba.
En el podcast de la entrevista en Efecto Doppler de Radio 3, en la sección de Carátula y Más, se puede escuchar ese fragmento, así como a la propia Elío hablando de su experiencia de imposible retorno tras un largo exilio.
Hoy, a nadie se le ocurriría hacer una antología de literatura actual sin que hubiera una cierta paridad entre el número de autores y de autoras (y estas últimas seguro ganarían). Pero hace muy pocos años, las voces de ellas estaban escondidas. Y algunas fueron silenciadas.
Vindictas, ahora, nos las trae de vueltas, como a esas madres o abuelas que no habíamos conocido, salvo por los relatos de terceros. Es una sensación extraña saber que estas madres literarias estuvieron esperando tanto tiempo para que las conociéramos. Se siente algo extraño al abrirles la puerta y decirles: “pasa madre”. Es extraño que a la primera lectura, sin mediar el tiempo, te toquen de improviso las entrañas y te muestren un hilo para el laberinto de los recuerdos.
Justo ahí, en ese instante, cuando Grete decide cerrar con llave el cuarto de su hermano, convertido en cucaracha, para no verlo nunca más, es cuando…
A través de la reclusión del personaje central de este relato largo, que aquí incluimos en la categoría de novela para siempre, Kafka abrió una puerta a nuestros agujeros negros, a los rincones íntimos más solitarios. Y es en ese personaje, Gregorio Samsa, convertido en monstruo (algo parecido a una enorme cucaracha de la noche a la mañana) donde nos hemos visto todos alguna vez como en un espejo. ¿Quién no ha sido ese bicho raro, incomprendido, aislado, marginado en su propio hogar, en su propio mundo, alguna vez en la vida? ¿O toda ella? Historias espejo como estas alcanzan categoría de universal.
Si en las dos obras que le preceden en esta serie (Reto100Novelas) se requería de paciencia y de tiempo, ahora lo que se necesita es estar en sintonía con la intensidad de este relato. Y aunque se lee de una sentada, queda en la memoria y en los sueños toda la vida.
Pasados los tiempos románticos del nacionalismo del siglo XIX, del socialismo utópico, del orgullo victoriano, de las emancipaciones de todo tipo, el ser humano se encuentra frente a un siglo en el que empieza a sentirse abrumado por el vértigo de la tecnología. Un mundo que, a costa de hacerse más pequeño, nos hace cada vez más ajenos, y el resultado: un permanente sentimiento de inseguridad, de desolación, de abandono, de frustrante conciencia de la brecha entre nuestros anhelos y la realidad. Kafka le da forma a todo ello en una magnífica obra, no extensa, pero sí densa, que influirá tanto en la literatura como en la psicología, la educación u otras disciplinas que estructuran nuestra percepción y análisis de la realidad.
Samsa, un viajante comercial anodino, se despierta una mañana convertido en un insecto. A partir de aquí, asistimos a dos luchas: la de la familia, de clase media sin demasiados recursos que, tras unos comienzos desconcertantes, trata de adaptarse a la situación. Pero, al final, acaba por ignorar a su extraño miembro, a pesar de que está con ellos, dentro de la misma casa. La otra es la lucha del propio Gregorio en asimilar su situación y el rechazo de su familia.
Lo mágico de Kafka es lo que él ni siquiera pude vislumbrar: que su personaje se abrazase, a través del relato de su extraordinaria transformación, al sentimiento tangible y común de los parias de la tierra, los olvidados, los vagabundos, los explotados, las víctimas de discriminación, los genios, los solitarios, los locos, los rechazados, los visionarios incomprendidos. Todos aquellos que son denostados de alguna u otra manera cuando se salen de lo que otros conciben bajo un concepto peligroso y absolutamente falso: “Lo normal”, lo uniforme o el pensamiento único.
En el caso de Gregorio, hasta su hermana Grete, que, en un principio, es la única que mantiene el contacto y le lleva algo de comida, termina por rechazarle al comprobar que Gregorio no vuelve a la escala de la normalidad, sin comprender que él también está luchando consigo mismo.
Justo ahí, en ese instante, cuando Grete decide cerrar con llave el cuarto de su hermano, convertido en cucaracha, para no verlo nunca más, es cuando se cumple para siempre su destino de ostracismo. Y por ello resulta más estremecedora la pregunta que formula y que Grete no puede oír. Sólo puede hacerlo el lector, que es quien se queda con Samsa, pero ninguno de los dos se pueden ver: “¿Y ahora? – se dijo para sí Gregorio Samsa mirando alrededor la oscuridad”
Kafka es un creador de atmósferas oníricas. En ese ambiente, nos acerca a los temas universales de la búsqueda de la identidad y la propia aceptación, la lucha contra el poder o contra la sujeción a estructuras asfixiantes. Una pieza desgarradora y brutal como La Carta al padre exhibe la proporción del sentimiento de opresión que había sentido el autor frente a la figura paterna o a cualquier otra institución de poder. Dos novelas, El proceso y El castillo reflejan similares inquietudes.
Kafka, de padres judíos germanoparlantes, estudió Derecho y trabajó en una aseguradora en su Praga natal. Y aunque era respetado y querido por sus compañeros, siempre menospreció esa tarea pues le quitaba tiempo de lo que era su verdadera vocación: escribir y liberar sus fantasmas y, de paso, los de todos nosotros.
Su fama no llegó hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Parece que eso fue contra su voluntad, ya que un amigo, Max Brod quiso, gracias al cielo, contradecir la última palabra de Kafka. Había dado instrucciones para que, después de morir de tuberculosis, se quemaran todos sus escritos. Brod, salvó a Kafka de morir y nos lo regaló para siempre, pues como decíamos antes, quisiéramos que amigos como él estuvieran a nuestro lado, al despertar tras una noche en la que había creído ser insectos. Pero ya nos advertía el inolvidable Monterroso que los dinosaurios todavía siguen ahí, acechándonos al despertar.
Las ediciones de La Metamorfosis son numerosas y de gran calidad por lo general. Y al ser de poca extensión, estas ediciones se suelen completar con otros textos de Kafka que nos enriquecen aún más la lectura. Leer La Metamorfosis es justo y necesario, no para la gente “normal” del mundo de la “normalidad” donde todo lo diferente es peligroso, sino para esa otra inmensa mayoría que sostiene la misma lucha de Gregorio Samsa. No dejemos que pase más tiempo sin volver a ella. No dejemos de volver a nosotros mismos a través de este relato que fue escrito para siempre. Como lectores de esta historia, esperamos, siempre esperaremos, que Gregorio despierte, abra la puerta y le cuenta a Grete la extraña pesadilla que ha tenido. Y a medida que no vemos claro ese final, el mundo se vuelve una habitación cerrada, en cuyo interior, una criatura grita en forma de pregunta: “¿Y ahora?”. Pero no sabe que una lectora, o un lector, desde otra oscuridad, desde otra habitación cerrada, la está escuchando y la repite sin fin.
PODCAST. Carátula y más… Efecto Doppler. Radio 3. RTVE
Si no hubiera sido por ellos, nada de esto habría sido posible. Sin esas mujeres y hombres que desde la trinchera de la cultura fueron abriendo las puertas de un país cerrado a gran parte del mundo. Sin los Seix Barrall o Carmne Balcells que refrescaron a la península con la forma de narrar y protestar de la otra orilla. Y sin revistas, como Cuadernos Hispanoamericanos e Ínsula, las decanas de las publicaciones culturales de España.
La intrahistoria de Cuadernos Hispanoamericanos con Juan Malpartida
Juan Malpartida
A pesar de que Cuadernos nació bajo el franquismo y con influencia falangista, sus directores y colaboradores contribuyeron a una transición que también se hizo y escribió, letra a letra, desde la literatura y la cultura en general. De hecho, su origen se debe, en parte, al nacimiento de otra revista fundada por exiliados españoles en México (Cuadernos americanos). Durante muchos años, para un autor, verse publicado en Cuadernos, ha sido como una especie de consagración.
Hablamos en la sección “Carátula y más”, de Efecto Doppler (en Radio 3, Radio Nacional de España) con el director actual de Cuadernos, el escritor Juan Malpartida, que está de enhorabuena por haber publicado una novela, Señora del mundo, (editada por Trea). Repasamos con él la rica historia de una revista en transición y tránsito constante entre un lado y otro del Atlántico. Rememoramos figuras como las de Luis Rosales u Octavio Paz, y hasta las de sor Juana Inés de la Cruz.
De lo que es para siempre a lo que casi empieza. El ganador delVIII premio Carátula.
Y en el vuelo imaginario de la sección, nos fuimos hasta Honduras, en cuyo contexto se basa el relato ganador del VIII premio de la revista Carátula de cuento breve. Lo otorga, cada año, la propia revista, la fundación Luisa Mercado, el festival Centroamérica Cuenta (CACUENTA) y la Fundación Ubantu, en colaboración con la Universidad de Nuevo León, México, en el marco del festival CACUENTA, presidido por Sergio Ramírez, que este año se desarrolla virtualmente. El jurado estuvo compuesto por Claudia Neira y Sergio Ramírez (del festival, en Nicaragua), Socorro Vanegas (de la UNAM, en México) y Juan Casamayor (de Páginas de Espuma, en España).
Hablamos por teléfono con Luis Lezama Bárcenas, el joven autor del relato ganador “Ni hermosos ni buenos” . Este hondureño de Cartago estudia periodismo y literatura en Buenos Aires, por los azares y las manos amigas que ayudan a tejer el destino de cada uno. Fue una oportunidad para acercarnos mínimamente a la realidad cultural de Honduras, un país al que vale la pena atender a través de las recomendaciones literarias que nos hace Lezama en la entrevista, así como a través de las letras y la música deNelson Padilla, que también nos acompañó.
En el relato, que también podría haberse titulado “Formas de matar a un perro” asistimos a los albores del encuentro con la violencia de un grupo de jóvenes. El diablo está en el detalle y (añadiría) en los primeros momentos de lo sin ruido. Son esos instantes no contados los que encierran las pistas del devenir de muchos jóvenes en América Central. El relato de Lezama nos lleva a una anécdota, aparentemente sin mucha importancia, pero que pronto le robará el sueño a sus protagonistas. Y ya sabemos, desde Macbeth, lo que pasa si se matan los sueños.
Sobre sueños rotos, tras una separación amorosa, también avanza la novela de Juan Malpartida, Señora del mundo, donde, como en cada ruptura, se abre una oportunidad para cuestionar e indagar acerca de la identidad. Parece que la pandemia se ha cobrado muchas separaciones, y por qué no, este puede ser un buen momento para leer una novela que explora. Estas palabras se escriben solo tras haber leído las primeras páginas, así que habrá tiempo para degustarla y comentarla.
Si toda escritura nace de una frustración, la de Luis Lezama fue no la de no ser cantante. Su primer público le advirtió que lo suyo eran las letras, pero no la voz. Y ahora, según dijo más tarde, su sueño es, precisamente, aparecer como otros autores con obra amplia, en Cuadernos Hispanoamericanos.
Es siempre emocionante navegar entre lo clásico y lo que casi empieza. No sabemos qué le depara el destino a Luis Lezama y si su obra se consolidará o no. Tampoco sabemos, si el narrador y protagonista de su cuento, después de haber sido copartícipe, por primera vez, de la violencia, torcerá su destino hacia un lado u otro de esa frontera roja.
Lo bueno en la literatura, y a veces en la vida, es que todo puede recomenzar y hasta colaborar en abrir túneles de libertad y de grandes cambios, se venga de donde se venga.
No permitía que la distrajéramos ni un segundo. Cuando ella estaba entrevistando a alguien. Toda su concentración estaba en la mujer que le hablaba. Estábamos en Zimbawe para un reportaje. Le acompañábamos el fotógrafo Juan Carlos Tomasi y yo. Y hubo alguna ocasión que nos pidió que saliéramos para dejarla sola con la mujer que había perdido un hijo, víctima del sida.
Eso nos cayó mal. Que fuese tan seria en su trabajo. Como si una entrevista fuese una cirugía a corazón abierto. Luego, la vi salir, grabadora en mano, hablando sola. Iba describiendo cada cosa que había visto en una choza donde no había nada. Sólo aquella mujer y el dolor. Leila Guerriero no tomaba notas. Sólo utilizaba, y sigue utilizando, como nos confirmó en la entrevista que reproducimos más abajo (en podcast) un grabador. Lo hace para no perder la mirada, para no dejar de fijarse en los ojos.
Y luego, viene el resto del trabajo. El combate con las palabras. Hay quien para escribir se pone guantes de boxeo, se calza zapatillas y se sube a un ring. Empezar un texto, encontrar la palabra, la frase justa (si es que existe tal cosa), a veces, cuesta sangre, sudor y lágrimas. Otras, llega en vuelo, como dada. Pero, en general, suele ser producto de un martilleo constante. De ese combate nos habla Leila Guerriero al inicio de Frutos extraños, recientemente reeditada por Alfaguara, donde compila algunas de sus crónicas y perfiles de las dos últimas décadas.
Ese texto de inicio se titula “Mi diablo”, y es su testimonio acerca de cómo se le metió la escritura en las venas. En esta entrevista desentrañamos con ella el arte de la escritura periodística, labrada con el mismo esmero que se dedica a la alta literatura. Es una maestra de la crónica. Nos corrió de aquella choza porque le desconcentrábamos. No olvidaré la vergüenza y el respeto que me hizo sentir ese día por el oficio de contar.
M.Proust. En busca del tiempo perdido. Por el camino de Swan (I) (A la recherche du temp perdu. Du coté de chez Swan. 1913)
“Pereceremos; pero nos llevaremos en rehenes esas divinas cautivas, que correrán nuestra fortuna. Y la muerte con ellas parecerá menos amarga, menos sin gloria, quizá menos probable”.
Esta es la felicidad: anochece, y un niño en cama espera que suba la madre a su cuarto para darle el beso de buenas noches. El niño que espera es el adulto que después recordará esos momentos. Ambos tiempos son la felicidad. Ni siquiera el beso, sino la espera, el deseo del niño y, después, la recreación infinita del recuerdo en el adulto. No se trata de un beso, sino de las mil formas de felicidad en esperarla o recordarlo. Después de gozar así, ya nada importa que la realidad se parezca o no a lo que la memoria y la imaginación crean.
Tras el primer pico superado del Ulises de Joyce, ahora tocará el recorrido por uno de los grandes monumentos literarios del siglo XX, al que asisten con veneración y recogimiento muchísimos escritores y lectores de nuestro tiempo para bautizarse o confirmar su fe verdadera en el poder creador de la palabra. Decíamos que el Ulises de Joyce abría las puertas de un nuevo estilo, una manera de enfocar la realidad, y así lo hace también la otra gran obra que inaugura la literatura contemporánea, En Busca del Tiempo Perdido, serie formada de siete volúmenes publicados desde 1913 a 1927 del escritor francés Marcel Proust (París. 1871-1922).
La lectura de esta obra requiere de la misma paciencia y tiempo que un paseo con un amigo de toda la vida. A ese placer se le puede comparar porque es con un amigo o amiga en movimiento cuando se pueden, a veces, descubrir con él o ella lo que nos estuvo oculto durante mucho tiempo. Se pueden resolver algunos misterios y hasta despejar el sentido de los detalles pequeños. Esa es la maravillosa tarea que Proust se impuso antes que la muerte le llegara: aprehender el tiempo que nos pasa por dentro.
Para tal labor se requiere la técnica de la introspección con la consiguiente minuciosidad y vehemencia en querer siempre llegar más allá del interior, comprender hasta la médula la fragilidad del hombre y la mujer, y de todo lo que les rodea. A veces, el autor se vuelve hacia el lector utilizando el “nosotros” y nos invita a compararnos con lo que se está observando para continuar después con el relato como si asistiéramos a un teatro costumbrista de apariencia, pero que es mucho más que eso.
La obsesión de Proust es la fugacidad de todo, y la incapacidad congénita de gozar de los momentos en total plenitud, sin poder desterrar esa sensación perenne de que siempre nos falta algo. En su obra Proust halla la felicidad, no en los hechos que suponemos que nos la dan.
A Don Quijote no le importaba que Aldonza Lorenzo fuera una mujer ruda y vulgar sin nada de feminidad en sus atributos porque su memoria y su imaginación la creaban al estilo de Dulcinea del Toboso. Proust cree adivinar que probablemente la única realidad es la de la memoria, ya que en ella podemos recorrer lo que los límites de los espacios y los tiempos no nos permiten.
Comprender algunas cosas que nos pasaron puede otorgarnos la benevolencia y la ligereza de poder caminar sin mochilas pesadas a la espalda. En la primera de las novelas, Por el Camino de Swam, Proust halla al tiempo como algo recobrable; vence al olvido definiendo como nadie los sentimientos captados en momentos concretos. Nos describe con una bondad y una comprensión enormes las razones ocultas de un personaje enfermo de celos, las del amor verdadero y silencioso, las de las mentiras, y hasta ofrece una maravillosa exposición de un acto de sadismo envuelto en una atmósfera de necesidad de amor.
Dentro de la memoria con la que Proust vence al olvido y a la muerte, está el reino de las sensaciones del gusto y del olfato que guardan el pasado como describe en uno de esos momentos de la literatura para siempre: cuando al tomar una magdalena mojada en té, se le devuelve la infancia:
“Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo”.
Para construir este enorme edificio de quince volúmenes, Proust luchó contra el asma que le trajo la muerte. Él no conoció el éxito hasta el final de su vida y fue gracias a un amigo Leon Daudet que le descubrió como escritor. Ganó el prestigioso premio Goncourt de novela, tres años antes de morir. Su personalidad era tremendamente sensible. Dicen que no podía salir de un café sin regalar propinas a todos los camareros, incluso aunque no le hubiesen servido porque no estaba en él soportar el figurarse que alguien podía sentirse marginado.
Debido a su enfermedad salía poco de los cuartos de su casa o de hotel donde escribía sin descanso. Admiraba la naturaleza en la distancia y tenía que ser apartado hasta de un ramillete de flores que le mandaran de regalo pues le incrementaba los ataques. Quizá por eso los paisajes campestres de su obra son tan idealizados, parecidos a los de los cuadros. Sus críticos le denuestan la visión unilateral de un mundo burgués que conocía muy bien, pero la realidad es que, no importa en qué mundo o universo se ubique el narrador, siempre que nos abra la puerta a ese otro mundo interior y compartido por todos. Kafka encontró la llave de esa puerta. Ello lo convierte en el escritor más influyente junto a Joyce, Kafka y Borges del Siglo XX.
Proust murió pensando que el amor de la gente le era vedado por su reclusión, igual que el amor de Dios “porque nadie le enseñó a conocerlo”. Sin embargo, su obra es una obra de amor a la humanidad a través de su pequeño mundo burgués.
El tiempo es relativo y al leer el primer volumen al menos, uno se descubre, hasta con pudor, por dentro y se quiere un poco más, y quiere recuperar lo que estaba perdido. Pero el Proust inconformista enfrenta, al final del primer volumen, un choque con la realidad al querer suplantarla por el recuerdo. De ese primer choque queda vencido. Y uno quiere seguir con él, presenciar cómo se levanta de la lona, saber si es posible vencer a la realidad cuando esta nos falla y hallar, como titula a su último volumen, El Tiempo Recobrado.
Advertíamos al principio que leer esta obra requiere tiempo, pero al final recompensa aprender a mirar nuestro pasado e incluso las horas muertas o el tiempo perdido. Qué maravilla recobrar esos paisajes de la infancia, que Saramago insistía en llevar con uno, y las sensaciones invisibles del arte y de la música que apresamos mientras con-vivimos. De esto nos da una idea, una frase feliz de la novela que invitamos a recorrer:
“Pereceremos; pero nos llevaremos en rehenes esas divinas cautivas, que correrán nuestra fortuna. Y la muerte con ellas parecerá menos amarga, menos sin gloria, quizá menos probable”.
Recomendaremos de entre todas las ediciones, la traducida al español por el poeta Pedro Salinas (¿el mejor del 27?)
James Joyce. (Dublín. Irlanda 1882- Zürich. Suiza 1941)
No es de extrañar que después de abrir las páginas de esta novela y de las que vendrían después durante todo el siglo XX, los críticos más pesimistas, que gustan de frases con las que tirar la piedra de la polémica, dijeran que la novela había muerto. Y de hecho no es ocioso afirmar que después del Ulises, y de En Busca del Tiempo Perdido de Proust nada en la novela ni en la literatura sería igual.
Fijémonos en el año de su aparición: 1922, el mismo año en que Eliot publica su Tierra Baldía (Waste Land) que provoca un revuelo similar en poesía, aunque no de tanto alcance como la del Ulises. El mismo T.S.Eliot declara a Joyce “el mejor escritor de prosa vivo” de su tiempo, y en conversaciones privadas va más allá y dice que era el “único” escritor vivo de su tiempo. La admiración que Joyce obtuvo de Eliot le costó conseguirla de las editoriales y del público.
Estamos en una Europa que todavía trata de curar las heridas que dejó la Primera Guerra Mundial, y que después se volverán a abrir en una segunda. Hay una generación de talentosos escritores a la que se le llamó la generación perdida, precisamente por los estragos de una guerra y sus secuelas que vinieron a romper y despertar a un mundo que todavía dormía en un romanticismo antiguo. La psicología y la tecnología asaltan la vida del hombre para hacerse indispensables. Estados Unidos se erige como estandarte de un progreso en Occidente que al final de la década del Ulises, enseñará en su cara más cruel la
falacia del sueño americano, que saltaba desde las ventanas de Wall Street el fatídico Martes Negro.
Y en medio de ese mundo, surge Joyce, un irlandés con gafas gruesas (sufría de glaucoma), nacido de familia pobre y educado con el esmero y la rigidez de los jesuitas. Su lucha contra la pobreza no le abandonará nunca. Pero él se deja poseer por la incógnita y el caos de la vida del hombre y lo esboza en una novela, el Ulises, que fue después censurada en muchos países por observarse en ella obscenidades, sexo sin vestiduras (a como debe ser), insinuaciones que profanaban las tradiciones heredadas de la época victoriana.
Es un compendia de diatribas que nacen del monólogo interior y sincero de los personajes, una técnica, si no nueva, sí explorada hasta sus límites más lejanos por primera vez en esta novela. A través de ella, Joyce pudo afrontar muchos temas que, de otra forma, no hubieran podido expresarse sin caer en lo ñoño o caricaturesco.
Para construir la novela, Joyce se basa en sus recuerdos y en la ayuda de un hermano que le envía datos y planos sobre las calles de Dublín que los dos personajes centrales habrían de recorrer. El autor se despide y deja que sus personajes hablen y actúen como quieran.
A diferencia del Retrato del Joven Artista, en esta ocasión Joyce enfoca la novela desde tres ángulos, elaborando una continua emisión de monólogos, diálogos o reflexiones que se desarrollan en la mente de sus personajes, sin orden aparente, según le va pasando por la cabeza a medida que actúa. Es el reflejo del stream of consciosusness con que el cerebro recibe y emite esa mezcla de imágenes pertenecientes a la vida real o a la ilusoria que se imbrican en nuestra caja de recuerdos conscientes o inconscientes.
El primer personaje es Stephen Dedalus, que, de vuelta a su lugar de origen, Dublín, afronta nuevamente la vida de su círculo de amigos, y las estrecheces de su ambiente familiar. Su visión del mundo, de una intelectualidad refinada, se contrapone a la de Leopold Bloom, un judío dublinés mucho más apegado a las preocupaciones mundanas. Todas las acciones y expresiones de ambos se ven contrapuestas a las de un tercer personaje, Molly, esposa de Bloom. Ellos interrelacionan sus vidas con la cotidianeidad de Dublín en un único día: el 16 de Junio de 1904. Aparentemente, la novela reinventa el mito de la Odisea, siendo Bloom el Odiseo o Ulises que vuelve a Ítaca (vale Dublín), en la que Stephen es Telémaco, y Molly, Penélope. Esta última es la que menos se mueve en la novela, pues permanece en su cama en un constante monólogo interior o entreteniendo a un amante con el que le es infiel a Bloom después de un largo celibato.
Cuando Bloom y Stephen se encuentran, los dos han recorrido un largo camino por Dublín y por la vida. Ambos están borrachos y se reconocen
como peregrinos. Ambos han luchado interiormente, como cuando al contemplar un escaparte, emerge el sentimiento católico de la culpa. En Stephen, es el de no haber rezado ante el lecho de muerte de su propia madre. En Bloom, supone una mezcolanza de recuerdos de ritos y frases judías con la imagen un hijo muerto o con la rutina de la ciudad que le sirve de escenario.
La aceptación posterior que tuvo esta novela fue tal que ya forma parte de los símbolos del pueblo irlandés y, particularmente, de Dublín. La celebración del Bloomsday, atrae todos los años, en el mismo día en que se desarrolla la novela, a peregrinos cerveceros que procesionan religiosamente de pub en pub, reproduciendo el mismo itinerario de la novela.
Con esta obra, se puede decir con Castellet que ha llegado “la hora del lector”. El éxito de el Ulises y de las obras de Joyce, estriban en que requieren la atención y cooperación del lector. Apelan a su inteligencia o creatividad, sin la cual, no se puede reconstruir el universo propuesto por el autor, convirtiéndose así la novela en una obra abierta como exclama Umberto Eco.
Es necesario advertir que esta novela es más legible que comprensible. Para disfrutar realmente de ella se requiere de la eliminación de todo prejuicio racionalista que la quiera ordenar al modo tradicional. Se sucumbe ante ella o se acepta de ante mano que dejará muchas lagunas entre el absurdo y el misterio. Se trata de un ir y venir por los ingredientes que componen nuestra cultura occidental. No le falta la ironía más punzante, la violencia, el sarcasmo, la contradicción, el drama, el humor, la fantasía y el sentimentalismo, o la revisión subjetiva de la historia. En fin, es un tesoro a nuestro alcance, siempre y cuando nos dejemos llevar como de la mano de un mago y sepamos que estamos pagando para que nunca se nos revele el truco.
Siempre recomendable es avanzar con una traducción que les ayude a superar las trampas del lenguaje. Aunque es imposible su perfecta traslación a nuestra lengua, fue loable la titánica edición de José María Valverde. En cualquier caso, si le echan un ojo durante un tiempo prudencial, les prometo que es algo que no olvidarán. Todo lo demás, les parecerá un camino llano.
Leerse y comentar 100 novelas en dos años y un mes. Este reto surgió la década pasada, mientras vivía y trabajaba en Managua. Tuve la fortuna de que el suplemento cultural del Nuevo Diario me abriese la puerta y su director, el poeta Luis Rocha, lo acogiese. Durante 25 meses, cada sábado, publicaríamos una invitación o provocación a la lectura de una de las 100 novelas para siempre que se hubieran escrito en el siglo XX. Disponía de libertad de criterio para seleccionar las que debía leer, o releer en algunos casos. Fue un tiempo de felicidad casi absoluta. Muchas personas siguieron el reto, leyendo y releyendo con nosotros aquellas obras de las que hablaba en el suplemento. Finalmente, las 100 reseñas se publicaron en la editorial LEA. Ahora vuelvo a lanzar el reto, periódicamente, en este blog, esperando provocar el interés por dichas obras en alguna lectora o lector, y animarles a secundarlo y aportar sus variantes.
¿Por qué del siglo XX y por qué para siempre?
No ha habido otra centuria igual para la novela. Experimentó una revolución sólo comparada a la aparición del Quijote en el siglo XVII, o las novelas picarescas, o a la del Tristram Shandy en el XVIII. Y al mismo tiempo, como en toda época de cambio, muchos preconizaron su final. Otros prefirieron verlo como el comienzo de un nuevo caminar adaptado a la senda y el ritmo por el que evolucionaba la sociedad industrializada, en vertientes desconocidas y con una rapidez inusitada. La aparición frenética de innovaciones, durante finales del XIX y del primer cuarto del siglo XX, es un preludio espejo de nuestro primer cuarto del siglo XXI. El arribo de una nueva ciencia, la psicología, vino a hacer más compleja la forma de observar y percibir la experiencia vital del ser humano, y también a tratar de expresarla y entenderla de un modo más acorde con dicha complejidad.
La enorme vitalidad e impulso que se produjo en el período de entreguerras a nivel cultural y educativo desembocó en una experimentación constante en la forma de escribir, así como en el desarrollo de las diversas disciplinas artísticas. La irrupción de los diferentes ismos anticipaba un siglo de creatividad colosal. Esto no significa que en ese tiempo se escribieran grandes novelas, sino que se estaban sentado las bases de nuevas formas de expresión o traslación artísticas. Lamentablemente, la sucesión de diferentes conflictos (desde
la Guerra Civil Española o la Segunda Guerra Mundial) y sus brutales y masivas consecuencias, mermaron, creo, las condiciones para el desarrollo de la cultura y del género novelesco. Sin embargo, en las décadas siguientes, la novela ha tenido ciclos de mucha altura dejando también obras para siempre (un “para siempre” que sólo es una mera ilusión).
¿Bajo qué criterio?
Estas obras son tan imprescindibles como lo pueden ser otras. No nos basamos sólo en la propia opinión o gusto, sino que nos dejamos guiar, en algunos casos, por el consenso de la crítica, o por las circunstancias en las que se publicaron en aquel tiempo y lugar. Pero principalmente elegimos aquellas que tenían algo en común: la capacidad de imprimirnos una sensación: la de que, “al final”, no estamos solos en medio del laberinto de nuestra existencia. Todas esas palabras que se vestían con el hábito del relato novelesco nos podían prestar un hilo de Ariadna para andar de noche por el laberinto.
Empezamos por lo más difícil. Luego, ya todo será más llano.
La literatura está para decir cosas que no se pueden decir ni explicar de otra manera. Desde la antigüedad, el relato oral y escrito ha sido nuestra herramienta más sofisticada. En el siglo XX, la novela se ha convertido en el espacio de libertad más absoluta para conocernos mejor, y de ese modo quizá amarnos, o salvarnos la vida, al decir de Sócrates. Empezamos con una novela muy difícil. Es más, les animo a saltársela, cambiarla por otra, o leer sólo algunos de sus fragmentos para darse una idea de la propuesta técnica y estética que supuso. El Ulises de Joyce no retribuye con placer inmediato, a no ser que seamos un poco masocas. Pero los caminos que abre a la posibilidad de la traducción de nuestro múltiple, poliédrico y disparatado, a veces, discurso interior (o flujo de la conciencia) merecen que sea el pórtico de este reto. Ni antes ni después se ha escrito algo igual a esta obra de Joyce.
La recompensa del reto: la bondad.
Llegados a este punto, sólo puedo decirles que la experiencia de conocer, en general y con amplitud, las mejores obras del siglo XX, deja una sensación de bondad en el ánimo. Y una certeza absoluta: la de no poder juzgar al ser humano, expuesto a una fragilidad completa en medio del laberinto.
Si se animan, anúdense el hilo fuertemente al dedo corazón, y caminen con nosotros a lo largo de esta serie por obras que no se olvidarán. Todas ellas forman una vida contada, que pasa por dos guerras mundiales y otras aledañas, por la desolación y por la felicidad inesperada, y por una gran y extraordinaria historia de amor. Como se dijo al principio, esto es sólo una invitación a que nos acompañen. A que nos acompañes. Y tráete en la mochila los libros que quieras.
Imagina. Uno de tus miedos surca el vaho de la ventana y escribe tu nombre. Puedes romper el cristal, echar los restos de valentía y estrellarlos contra él. Gritar. Y después, el baile de la libertad o la locura de haber vencido, o del miedo a que aparezca otra vez tu nombre escrito en algún rincón oscuro que no quieres saber.
Ahora estás en la cordillera andina, o cerca de ella, en el Ecuador. Eres una mujer. Eres varias mujeres que danzan alrededor de las víctimas de la violencia o del abuso. Mujeres que se sacan la cabeza y danzan. O eres un padre, y además un chamán, que quiere resucitar el cuerpo de su hija. O eres una hermana que pregunta a su gemela: “¿A qué te sabe la sangre?”, y ella te responde: “Me sabe a lenguaje”.
A este universo onírico, de pavores telúricos nos lleva la joven escritora ecuatoriana Mónica Ojeda con su nuevo libro de relatos Las Voladoras, editado por páginas de espuma. Y nuevamente, da rienda suelta a la voz de mujeres que se enfrentan como víctimas o victimarias a los deseos más íntimos o al horror con la inmensa ternura de una prosa que seduce y acaricia. Mónica es una poeta que escribe en prosa, verso a verso. Le queda mucho universo por delante. ¿Seguirá buceando, como en sus novelas Mandíbula, o Nefando en las zonas más oscuras que no se pueden contar si no es a través de la literatura? Ayer le pregunté, recordando aquella frase de Nietzsche “si miras mucho tiempo al abismo, el abismo te devolverá la mirada”. Le pregunté en @EfectoDopplerR3, en la sección de Carátula y Más, si no le daba miedo escribir tan adentro del miedo. Aquí la entrevista
Las hermanas López-Baralt ahondan en la conexión metafísica entre el puertorriqueño Luis Palés Matos y el español Pedro Salinas.
La quería tanto. La quería toda. Más allá de la carne. Pedro Salinas el autor de La Voz a ti debida, ansiaba eternizar a su amada y amante (hoy ya sabemos su nombre, Katherine Reding, después de que la hispanista norteamericana lo confesara al final de su vida). El poeta español (1881-1951), que pasó muchos años en el exilio, entre Estados Unidos y Puerto Rico, le dedicaría sus versos más encendidas con la voluntad de despojarle de la mortalidad de la carne. Y eso pasaba por matarla. “Me estoy labrando tu sombra”, le dirá; “Te mato el paso”, le dirá.
Pedro Salinas (España, (1881-1951)
Un recurso al fin de corte neoplatónico que no sorprende tanto en Salinas, que busca confundirse en la esencia del amor. Pero sí sorprende el influjo que pudo ejercer en el mayor poeta puertorriqueño del siglo XX: Luís Palés Matos (1858 – 1959). Fue más conocido por su ciclo de poesía afroantillana y por el “diepalismo”, ese estilo que imponía el ritmo y los sonidos onomatopéyicos del caribe sobre el verso. Una sensualidad que encantó a García Lorca, por ejemplo, que solía recitarlo. Es menos conocido por su poesía metafísica de madurez, que como recientemente alumbraron las hermanas y filólogas boricuas (Mercedes y Luce) López-Baralt, dialoga con la de Salinas. Y fue a tanto ese diálogo, que Palés Matos se convirtió en cómplice del homicidio poético al que le instigó Salinas. (Un favor en este punto: eviten si pueden interpretaciones de lecturas de género o a connotaciones crueles. Estamos hablando sólo de poesía. Y aunque la poesía no sea inocente, permitan un margen a otra mirada).
El mayor poeta puertorriqueño del siglo XX: Luís Palés Matos (1858 – 1959).
El cuerpo muere y el verso vuela: La poesía metafísica de Pedro Salinas y Luis Palés Matos, es un ensayo literario que tiende un nueve puente entre ambas orillas del Atlántico. Y en ese puente, si físicamente fuera posible, debería lucir una placa en reconocimiento al trabajo de las López-Baralt. Mercedes, más experta en Palés; y Luce, más ducha en Salinas, emprendieron esta aventura de descubrirnos el más que posible diálogo poético entre ambos autores. Y lo más relevador, por supuesto, lo encontraron en sus obras.
Las fuentes documentales eran escasas. Así que las López-Baralt indagaron en archivos y testimonios diversos para extraer la inevitable relación que establecieron ambos poetas. Salinas fue profesor invitado en la universidad de Puerto Rico. Palés era un poeta residente. Hay recuerdos de quien los vio caminando por San Juan, platicando extasiados, olvidados de todo.
“(Los puertorriqueños) somos un enigma”
Para Luce López-Baralt, uno de los propósitos adicionales de este nuevo ensayo es “el de devolver a Palés a los lectores de España y de otros países para un mejor conocimiento del mayor poeta, sin duda, de Puerto Rico”.
Luce tuvo la atención de dedicar unos comentarios a Carátula, a su paso por Madrid, el año pasado, antes de que la pandemia trastocase los planes del mundo entero. Esta plática se quedó rezagada en su publicación y además no pudo contar con la voz de la coautora, Mercedes, a causa de un pequeño accidente que le impidió asistir a la presentación de la obra editada por Mandala.
Palés, cuya vida, desde su nacimiento en el 98, está ligada a la historia de Puerto Rico, ha sufrido también el olvido de ese territorio de la cultura hispana tan especial. “La literatura puertorriqueña viaja mal”, afirma Luce. “No la conocen en Estados Unidos, no la conocen en España. Un editor me decía: ‘Si tú firmas una novela, y pones en tu biografía ‘Ciudad de México, Nueva York o Buenos Aires’, te leen con más interés que si pones ‘San Juan de Puerto Rico’. Somos un enigma. A eso se añade que no tenemos embajada, ni instituciones de promoción cultural, aunque tengamos una cultura constituida”.
El ciclo dedicado a “Filí-Melé” (el seudónimo que utiliza Pales Matos para su amada, al contrario que la innombrada de Salinas) apunta hacia el mismo destino irreversible que resolvió su colega español. “Yo te maté, Filí-Melé”, le dirá. Ambos, Salinas y Palés, no renuncian a la belleza de la piel. No quieren hacerlo. Tampoco a la esencia espiritual de sus amadas. Lo quieren todo, junto, al mismo tiempo, y rechazan el destino de la muerte. Por eso las esculpen en versos, para tener la ilusión de inmortalizarlas. Renuncian incluso al goce y al dolor de no sentirlas cerca.
Que la obra de Palés Matos no fuese tan conocida como hubiera merecido en su tiempo también puede deberse a que el autor viajó poco. “Nunca fue a España. Sin embargo, la generación del 27 lo conoció bien”, afirma Luce, que ha indagado en las resonancias de la obra de su compatriota. “Vicente Aleixandre escribió páginas preciosas sobre él, al igual que Alberti; García Lorca lo recitaba, después de que conociera su poesía en La Habana, especialmente la del ciclo negroide. Y lo declaró el maestro del ritmo en lengua española. En 1930, durante un evento de recaudación de fondos para los presos políticos de América Latina, recitó la Danza Negra de Palés. Y le pedían que lo repitiese. Lo conté en la Residencia de Estudiantes, de Madrid, y casi nadie conocía la anécdota”.
“Calabó y bambú. Bambú y calabó. El Gran Cocoroco dice: tu-cu-tú. La Gran Cocoroca dice: to-co-tó. Es el sol de hierro que arde en Tombuctú. Es la danza negra de Fernando Poo”.
Esos versos de Palés Matos quedan lejos de cualquier parecido con la obra de Salinas. Donde los autores se encuentran es en la poesía metafísica que el puertorriqueño desarrolla al final de su vida. ¿En qué momento entran en contacto? Luce nos da algunos detalles: “Se conocieron en la universidad. Palés era residente en la universidad. No hay demasiada información porque no se han conservado muchos documentos al respecto. Pero sí sabemos que eran amigos, que Palés asistía a la lectura de las obras de teatro de Salinas, la mayoría escritas en Puerto Rico. Hemos conocido a grandes amigos de Palés. Su hija recuerda que, una vez, Salinas y su padre caminaban dialogando con tal concentración e intensidad que ella se quedó unos pasos detrás, sin atreverse a interrumpirles. Lamentablemente, muchos de los que conocieron a ambos poetas ya no están vivos. Conocimos a gran parte de ellos, antes de albergar la idea de escribir este libro. Sin embargo, hicimos una investigación exhaustiva para poner a dialogar de nuevo a estos dos poetas en el libro.
Quién fue la amante de Palés Matos.
Si bien acabamos conociendo a la amante de Pedro Salinas, la destinataria de La Voz a ti debida, Katherine Reding, no sabemos quién fue Filí-Melé. Pero Las López-Baralt sí tienen esa información:
“¿Filí-Melé? Sí, la conocimos”, afirma Luce. “Mi hermana y yo le pedimos que hablase sobre Palés, y prefirió no hacerlo. No revelamos su nombre por respeto a su decisión. Nos dijo que ella no había escrito literatura puertorriqueña, pero la había protagonizado. Palés Matos la asesina en su célebre poema:
“Yo te maté, Filí-Melé: tan leve tu esencia, tan aérea tu pisada, que apenas ibas nube ya eras nieve, apenas ibas nieve ya eras nada.
Cambio de forma en tránsito constante, habida y transfugada a sueño, a bruma… Agua-luz lagrimándose en diamante, diamante sollozándose en espuma…
En cuanto a Salinas, parece ser que Katherine Reding decidió acabar con la relación amorosa al enterarse de que la esposa del poeta había intentado suicidarse. Las cartas que se conservaron son una versión en prosa apasionada de La Voz a ti debida. En ella se inspiró la autora Julieta Soria para escribir una pieza teatral: Amor, amor, catástrofe, que se estrenó en 2019.
El acto homicida de los poetas, explica Luce, “no es algo que va contra la mujer, sino un gesto de amor para eternizar a la amada en la poesía. Lucrecio decía que la carne es separadora. Los poetas querían renunciar a las amadas para escribirlas. Es una reflexión sobre el hecho literario”.
Este nuevo ensayo de las López-Baralt arroja un desafío a la investigación literaria: el enorme campo de estudio que hay sobre la influencia de los poetas españoles de la generación del 27 que se exiliaron en América.
“Una de las grandes preguntas que se hacen los críticos es qué dejaron tantos poetas del 27, como Lorca, Alberti, Jorge Guillén, Pedro Salinas, en América. Eso no se ha estudiado tanto. Esperamos que este libro sea una contribución para ello. En Puerto Rico, al menos, sabemos que Salinas, además de sobre Palés Matos, influyó en Julia de Burgos o en Matos Paoli. El contemplado de ese grandísimo poema de Salinas es el mar de Puerto Rico frente al que está enterrado.
Queda el guante echado por las hermanas y académicas López-Baralt para quienes deseen recogerlo. Mientras, tanto, algunos, como el que esto escribe, hemos tenido la suerte de bucear por primera vez en la obra de Palés Matos, un autor que empezó escribiendo bajo la influencia de Darío o Lugones, desencadenó los versos poniéndolos a bailar al ritmo del Caribe, y acabó siendo coautor y cómplice de la mejor poesía amorosa y metafísica de todos los tiempos.
El tiempo de los sueños. Borges con un joven Vargas Llosa
Javier SANCHO MAS
En uno de los mejores relatos de Borges, El milagro secreto, Jaromir Hladík es detenido en Praga por las tropas alemanas. Corre el mes de marzo de 1943. Hládic es condenado a muerte por ser escritor y judío. Su ejecución se fija el 29 de marzo a las 9 a.m. Además del pánico a la muerte, Hladík lamenta que su vida, enteramente dedicada a la literatura, terminará sin haber podido concluir un drama en verso que justificaría y daría sentido a su existencia. Si tal concepto existe (el sentido de la existencia) y si Dios existe, piensa Hladík, no puedo morir sin concluir esa obra. Calcula que necesitaría un año de tiempo. Le pide a Dios que se lo conceda, de la manera que Él pueda. Si los milagros existen estos pueden deconstruir el tiempo y el espacio que limita la materia.
Una noche de noviembre, en la carretera hacia Boma, al oeste del Congo, Juan Carlos Tomasi y yo íbamos bombardeando a preguntas a Vargas Llosa. Desde Kinshasa era un viaje largo. Estábamos en medio de un reportaje con escritores sobre emergencias en las que trabajaba Médicos Sin Fronteras. Vargas Llosa fue el primero en apuntarse para, a su vez, tomar notas para su próxima novela sobre Roger Casement (El Sueño del Celta). Durante el camino, nos iba contando cómo le atenazaban los nervios en sus primeros años de París, cuando se acercaba a conocer a los autores que más admiraba. Con Neruda, por ejemplo, fue tan fuerte la impresión que se quedó sin voz ante el poeta chileno. A Borges lo conoció en 1963, con motivo de una entrevista para la radio francesa. El joven periodista Vargas Llosa le abordó lleno de miedo a no estar a la altura. Pero se encontró con un Borges muy sencillo y accesible, cuando para el mundo Borges aún no era Borges. Eso nos cuenta en Medio siglo con Borges, publicado este año por Alfaguara y también en las anécdotas que nos compartió en la sección Carátula y más en el programa Efecto Doppler de Radio 3.
Pudimos rescatar algunos fragmentos del programa de Panamericana TV, de Perú, en el que, en 1981, Vargas Llosa presentaba un programa dominical. Para ello acudió al apartamento de Borges en Buenos Aires y allí le entrevistó. Después publicó un artículo recreando esa visita y enfatizando la austeridad en la que vivía el sabio ciego. Se fijó en las humedades. Y eso enfadó mucho a Borges, que ya, al parecer, nunca más quiso hablarle.
La magia del tiempo y de la voz nos permitió viajar hasta ese momento. Aquí se pueden escuchar fragmentos de la entrevista
El boom latinoamericano removió muchas cosas en el mundo de las ideas, la imaginación y las letras en español. Y también alumbró a autores que podrían haber quedado injustamente en el olvido. Debemos a ello que podamos disfrutar de Borges, que sin duda, se ha adueñado y puesto nombre a algunos de nuestros sueños, como lo hicieron los clásicos.
Medio siglo con Borges contiene entrevistas y artículos del último gran representante vivo del Boom sobre el maestro argentino. Aunque sus obras difieren en gran medida, ambos construyeron relatos sobre planos de tiempo paralelos e hicieron posible que asistiéramos a muchas historias al mismo tiempo.
Y hablando de desdoblar el tiempo, ¿qué le ocurre a Hladík, el protagonista de El milagro secreto. ¿Se le concede su petición finalmente?
Los días y noches avanzan hacia la mañana del 29. Hladík imaginó miles de muertes. Y la noche antes de la ejecución, soñó que se ocultaba en una de las naves de la impresionante biblioteca del Clementinum, hoy biblioteca nacional de Praga. “Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: “¿Qué busca?”. Hladík le replicó: “Busco a Dios”. El bibliotecario le dijo: “Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego buscándola.”
Al despertar, Hladík fue llevado al paredón. El pelotón cargó sus armas y cuando iban a dispararle, el universo físico se detuvo y, por tanto, el tiempo. Tras algunas comprobaciones, Hladík comprendió que un año le había sido concedido. Se puso de inmediato a elaborar la obra en su cabeza. A completar su existencia.
Borges creaba ilusiones con palabras, experiencia que sólo son posibles en los sueños lúcidos. El Aleph, por ejemplo, bebe y se emparente con leyendas como la de la mesa de Salomón que se albergó en Toledo, en la que el rey podía observar todos los secretos del Universo, entre los que estaba el nombre secreto de Dios que sólo es pronunciable para crear, o para morir.
Conocí el libro de Vargas Llosa sobre Borges en una edición que encontré en París, publicada por L’Herne, en 2004, así que es una alegría que en este pandémico 2020, Alfaguara lo haya publicado en español y nos permita viajar en el tiempo con estos dos autores.
Vargas Llosa, más allá de las controversias políticas que generen sus posicionamientos, contribuye a modernizar la literatura y el modo de pensar literario. Y ha estimulado el conocimiento de otros autores imprescindibles como Onetti, García Márquez, o el propio Borges.
En un encuentro, con motivo del medio siglo de la editorial, que sostuvieron Vargas Llosa, Javier Marías y Arturo Pérez Reverte, junto a Pilar Reyes, se produjo un momento inolvidable en que
Pérez Reverte le pregunta a Vargas Llosa qué se siente siendo el que cerrará la puerta y apagará la luz de un período histórico de la literatura. Está a partir de 1:11:42.
Todos los Cortázar, Borges, García Márquez, Fuentes o Roa Bastos, creyeron con el autor de Conversación en la Catedral que la literatura, la palabra “es fuego”. Tal vez vayan quedando lejos, pero aún queda vivo uno que lo recuerda. Peco de injusticia al decirlo, pero siento la falta de ese mismo ímpetu y valentía en la literatura actual para sacar las palabras y las historias a la calle. Enfrentarlas desde la imaginación al poder. Tener la ilusión de que las palabras se convierten en seres humanos. Ponerlas a remover la imaginación y las ideas, ponerlas a caminar con la gente, hasta habitar los sueños.
Y sí, a Hladík le fue concedido el tiempo necesario, un año, para concluir su obra, nos cuenta Borges. Cuando la acabó, el universo volvió a ponerse en movimiento. Una “gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó. Jaromir Hládik murió el 29 de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana”. Dos minutos de la vida humana, un año en el tiempo de Dios, que es el de los sueños.