No permitía que la distrajéramos ni un segundo. Cuando ella estaba entrevistando a alguien. Toda su concentración estaba en la mujer que le hablaba. Estábamos en Zimbawe para un reportaje. Le acompañábamos el fotógrafo Juan Carlos Tomasi y yo. Y hubo alguna ocasión que nos pidió que saliéramos para dejarla sola con la mujer que había perdido un hijo, víctima del sida.
Eso nos cayó mal. Que fuese tan seria en su trabajo. Como si una entrevista fuese una cirugía a corazón abierto. Luego, la vi salir, grabadora en mano, hablando sola. Iba describiendo cada cosa que había visto en una choza donde no había nada. Sólo aquella mujer y el dolor. Leila Guerriero no tomaba notas. Sólo utilizaba, y sigue utilizando, como nos confirmó en la entrevista que reproducimos más abajo (en podcast) un grabador. Lo hace para no perder la mirada, para no dejar de fijarse en los ojos.
Y luego, viene el resto del trabajo. El combate con las palabras. Hay quien para escribir se pone guantes de boxeo, se calza zapatillas y se sube a un ring. Empezar un texto, encontrar la palabra, la frase justa (si es que existe tal cosa), a veces, cuesta sangre, sudor y lágrimas. Otras, llega en vuelo, como dada. Pero, en general, suele ser producto de un martilleo constante. De ese combate nos habla Leila Guerriero al inicio de Frutos extraños, recientemente reeditada por Alfaguara, donde compila algunas de sus crónicas y perfiles de las dos últimas décadas.
Ese texto de inicio se titula “Mi diablo”, y es su testimonio acerca de cómo se le metió la escritura en las venas. En esta entrevista desentrañamos con ella el arte de la escritura periodística, labrada con el mismo esmero que se dedica a la alta literatura. Es una maestra de la crónica. Nos corrió de aquella choza porque le desconcentrábamos. No olvidaré la vergüenza y el respeto que me hizo sentir ese día por el oficio de contar.